También continuaron, y en mayor medida, las matanzas más secretas: los cotidianos genocidios de la miseria. Otro sacerdote expulsado, el padre Blase Bonpane, denunciaba en el Washington Post, en 1968, a esta sociedad enferma: «De las setenta mil personas que cada año mueren en Guatemala, treinta mil son niños. La tasa de mortalidad infantil en Guatemala es cuarenta veces más alta que la de los Estados Unidos».
LA PRIMERA REFORMA AGRARIA DE AMÉRICA LATINA: UN SIGLO Y MEDIO DE DERROTAS PARA JOSÉ ARTIGAS A carga de lanza o golpes de machete, habían sido los desposeídos quienes realmente pelearon, cuando despuntaba el siglo XIX, contra el poder español en los campos de América. La independencia no los recompensó: traicionó las esperanzas de los que habían derramado su sangre. Cuando la paz llegó, con ella se reabrió el tiempo de la desdicha. Los dueños de la tierra y los grandes mercaderes aumentaron sus fortunas, mientras se extendía la pobreza de las masas populares. Al mismo tiempo, y al ritmo de las intrigas de los nuevos dueños de América Latina, los cuatro virreinatos del imperio español saltaron en pedazos y múltiples países nacieron como esquirlas de la unidad nacional pulverizada. La idea de «nación» que el patriciado latinoamericano engendró se parecía demasiado a la imagen de un puerto activo, habitado por la clientela mercantil y financiera del imperio británico, con latifundios y socavones a la retaguardia. La legión de parásitos que había recibido los partes de la guerra de independencia bailando minué en los salones de las ciudades, brindaba por la libertad de comercio en copas de cristalería británica. Se pusieron de moda las más altisonantes consignas republicanas de la burguesía europea: nuestros países se ponían al servicio de los industriales ingleses y de los pensadores franceses. ¿Pero qué «burguesía nacional» era la nuestra, formada por los terratenientes, los grandes traficantes, comerciantes y especuladores, los políticos de levita y los doctores sin arraigo? América Latina tuvo pronto sus constituciones burguesas, muy barnizadas de liberalismo, pero no tuvo, en cambio, una burguesía creadora, al estilo europeo o norteamericano, que se propusiera como misión histórica el desarrollo de un capitalismo nacional pujante. Las burguesías de estas tierras habían nacido como simples instrumentos del capitalismo internacional, prósperas piezas del engranaje mundial que sangraba a las colonias y a las semicolonias. Los burgueses de mostrador, usureros y comerciantes, que acapararon el poder político, no tenían el menor interés en impulsar el ascenso de las manufacturas locales, muertas en el huevo cuando el libre cambio abrió las puertas a la avalancha de las mercancías británicas. Sus socios, los dueños de la tierra, no estaban, por su parte, interesados en resolver «la cuestión agraria», sino a la medida de sus propias conveniencias. El latifundio se consolidó sobre el despojo, todo a lo largo del siglo XIX. La reforma agraria fue, en la región, una bandera temprana.
Frustración económica, frustración social, frustración nacional: una historia de traiciones sucedió a la independencia, y América Latina, desgarrada por sus nuevas fronteras, continuó condenada al monocultivo y a la dependencia. En 1824, Simón Bolívar dictó el Decreto de Trujillo para proteger a los indios de Perú y reordenar allí el sistema de la propiedad agraria: sus disposiciones legales no hirieron en absoluto los privilegios de la oligarquía peruana, que permanecieron intactos pese a los buenos propósitos del Libertador, y los indios continuaron tan explotados como siempre. En México, Hidalgo y Morelos habían caído derrotados tiempo antes y transcurriría un siglo antes de que rebrotaran los frutos de su prédica por la emancipación de los humildes y la reconquista de las tierras usurpadas.
Al sur, José Artigas encarnó la revolución agraria. Este caudillo, con tanta saña calumniado y tan desfigurado por la historia oficial, encabezó a las masas populares de los territorios que hoy ocupan Uruguay y las provincias argentinas de Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos, Misiones y Córdoba, en el ciclo heroico de 1811 a 1820. Artigas quiso echar las bases económicas, sociales y políticas de una Patria Grande en los límites del antiguo Virreinato de Río de la Plata, y fue el más importante y lúcido de los jefes federales que pelearon contra el centralismo aniquilador del puerto de Buenos Aires. Luchó contra los españoles y los portugueses y finalmente sus fuerzas fueron trituradas por el juego de pinzas de Río de Janeiro y Buenos Aires, instrumentos del Imperio británico, y por la oligarquía que, fiel a su estilo, lo traicionó no bien se sintió, a su vez, traicionada por el programa de reivindicaciones sociales del caudillo.
Seguían a Artigas, lanza en mano, los patriotas. En su mayoría eran paisanos pobres, gauchos montaraces, indios que recuperaban en la lucha el sentido de la dignidad, esclavos que ganaban la libertad incorporándose al ejército de la independencia. La revolución de los jinetes pastores incendiaba la pradera. La traición de Buenos Aires, que dejó en manos del poder español y las tropas portuguesas, en 1811, el territorio que hoy ocupa el Uruguay; provocó el éxodo masivo de la población hacia el norte. El pueblo en armas se hizo pueblo en marcha; hombres y mujeres, viejos y niños, lo abandonaban todo tras las huellas del caudillo, en una caravana de peregrinos sin fin. En el norte, sobre el río Uruguay, acampó Artigas, con las caballadas y las carretas y en el norte establecería, poco tiempo después, su gobierno. En 1815, Artigas controlaba vastas comarcas desde su campamento de Purificación, en Paysandú. «¿Qué les parece que vi' --narraba un viajero inglés--'(99 J. P. y G.P. Robertson, 1a Argentina en la época de la Revolución. Cartas sobre el Paraguay, Buenos Aires, 1920) ¡El Excelentísimo Señor Protector de la mitad del Nuevo Mundo estaba sentado en una cabeza de buey, junto a un fogón encendido en el suelo fangoso de su rancho, comiendo carne del asador y bebiendo ginebra en un cuerno de vaca! Lo rodeaba una docena de oficiales andrajosos...» De todas partes llegaban, al galope, soldados, edecanes y exploradores. Paseándose con las manos en la espalda, Artigas dictaba los decretos revolucionarios de su gobierno. Dos secretarios -no existía el papel carbón- tomaban nota. Así nació la primera reforma agraria de América Latina, que se aplicaría durante un año en la «Provincia Oriental», hoy Uruguay, y que sería hecha trizas por una nueva invasión portuguesa, cuando la oligarquía abriera las puertas de Montevideo al general Lecor y lo saludara como a un libertador y lo condujera bajo palio a un solemne Tedéum, honor al invasor, ante los altares de la catedral.
Anteriormente, Artigas había promulgado también un reglamento aduanero que gravaba con un fuerte impuesto la importación de mercaderías extranjeras competitivas de las manufacturas y artesanías de tierra adentro, de considerable desarrollo en algunas regiones hoy argentinas comprendidas en los dominios del caudillo, a la par que liberaba la importación de los bienes de producción necesarios al desarrollo económico y adjudicaba un gravamen insignificante a los artículos americanos, como la yerba y el tabaco de Paraguay (100 Washington Reyes Abadie, Õscar H. Bruschera y Tabaré Melogno, El ciclo artiguista, tomo IV, Montevideo, 1968..). Los sepultureros de la revolución también enterrarían el reglamento aduanero.
El código agrario de 1815 --tierra libre, hombres libres-- fue «la más avanzada y gloriosa constitución» ('°' Nelson de la Torre, Julio C. Rodríguez y Lucía Sala de Touron, Artigas: tierra y revolucíón, Montevideo, 1967) de cuantas llegarían a conocer los uruguayos. Las ideas de Campomanes y Juvellanos en el ciclo reformista de Carlos III influyeron sin duda sobre el reglamento de Artigas pero éste surgió, en definitiva, como una respuesta revolucionaria a la necesidad nacional de recuperación económica y de justicia social. Se decretaba la expropiación y el reparto de las tierras de los «malos europeos y peores americanos» emigrados a raíz de la revolución y no indultados por ella. Se decomisaba la tierra de los enemigos sin indemnización alguna, y a los enemigos pertenecía, dato importante, la inmensa mayoría de los latifundios. Los hijos no pagaban la culpa de los padres: el reglamento les ofrecía lo mismo que a los patriotas pobres. Las tierras se repartían de acuerdo con el principio de que «los más infelices serán los más privilegiados». Los indios tenían, en la concepción de Artigas, «el principal derecho». El sentido esencial de esta reforma agraria consistía en asentar sobre la tierra a los pobres del campo, convirtiendo en paisano al gaucho acostumbrado a la vida errante de la guerra y a las faenas clandestinas y el contrabando en tiempos de paz. Los gobiernos posteriores de la cuenca del Plata reducirán a sangre y fuego al gaucho, incorporándolo por la fuerza a las peonadas de las grandes estancias, pero Artigas había querido hacerlo propietario: «Los gauchos alzados comenzaban a gustar del trabajo honrado, levantaban ranchos y corrales, plantaban sus primeras sementeras» (102 Nelson de la Torre, Julio C. Rodríguez y Lucía Sala de Touron, op. cit. De los mismos autores, Evolución económica de la Banda Oriental, Montevideo, 1967, y Estructura económico-
social de la Colonia, Montevideo, 1968.). . La intervención extranjera terminó con todo. La oligarquía levantó cabeza y se vengó. La legislación desconoció, en lo sucesivo, la validez de las donaciones de tierras realizadas por Artigas. Desde 1820 hasta fines del siglo fueron desalojados, a tiros, los patriotas pobres que habían sido beneficiados por la reforma agraria. No conservarían «otra tierra que la de sus tumbas». Derrotado, Artigas se había marchado a Paraguay, a morirse solo al cabo de un largo exilio de austeridad y silencio. Los títulos de propiedad por él expedidos no valían nada: el fiscal de gobierno, Bernardo Bustamante, afirmaba, por ejemplo, que se advertía a primera vista «la despreciabilidad que caracteriza a los indicados documentos». Mientras tanto, su gobierno se aprestaba a celebrar, ya restaurado el «orden», la primera constitución de un Uruguay independiente, desgajado de la patria grande por la que Artigas había, en vano, peleado.
El reglamento de 1815 contenía disposiciones especiales para evitar la acumulación de tierras en pocas manos. En nuestros días, el campo uruguayo ofrece el espectáculo de un desierto: quinientas familias monopolizan la mitad de la tierra total y, constelación del poder, controlan también las tres cuartas partes del capital invertido en la industria y en la banca (103 Vivian Trías, Reforma agraria en el Uruguay, Montevideo, 1962. Este libro constituye todo un prontuario, familia por familia, de la oligarquía uruguaya.). Los proyectos de reforma agraria se acumulan, unos sobre otros, en el cementerio parlamentario, mientras el campo se despuebla: los desocupados se suman a los desocupados y cada vez hay menos personas dedicadas a las tareas agropecuarias, según el dramático registro de los censos sucesivos. El país vive de la lana y de la carne, pero en sus praderas pastan, en nuestros días, menos ovejas y menos vacas que a principios de siglo. El atraso de los métodos de producción se refleja en los bajos rendimientos de la ganadería -librada a la pasión de los toros y los carneros en primavera, a las lluvias periódicas y a la fertilidad natural del suelo-- y también en la pobre productividad de los cultivos agrícolas. La producción de carne por animal no llega ni a la mitad de la que obtienen Francia o Alemania, y otro tanto ocurre con la leche en comparación con Nueva Zelanda, Dinamarca y Holanda; cada oveja rinde un kilo menos de lana que en Australia. Los rendimientos de trigo por hectárea son tres veces menores que los de Francia, y en el maíz, los rendimientos de los Estados Unidos superan en siete veces a los de Uruguay (104 Eduardo Galeano, Uruguay: Promise and Betrayal, en Latin America: Rejorm or Revolution?, ed, por J. Petras y M. Zeitlin, Nueva York, 1968.). Los grandes propietarios, que evaden sus ganancias al exterior, pasan sus veranos en Punta del Este, y tampoco en invierno, de acuerdo con su propia tradición, residen en sus latifundios, a los que visitan de vez en cuando en avioneta: hace un siglo, cuando se fundó la Asociación Rural, dos terceras partes de sus miembros tenían ya su domicilio en la capital. La producción extensiva, obra de la naturaleza y los peones hambrientos, no implica mayores dolores de cabeza. Y por cierto que brinda ganancias. Las rentas y las ganancias de los capitalistas ganaderos suman no menos de 75 millones de dólares por año en la actualidad. Los rendimientos productivos son bajos, pero los beneficios muy altos, a causa de los bajísimos costos. (105 Instituto de Economía, El proceso económico del Uruguay, Contribución al estudio de su evolución y perspectivas, Montevideo, 1969. En las épocas del auge de la industria nacional, fuertemente subsidiada y protegida por el Estado, buena parte de las ganancias del campo derivó hacia las fábricas nacientes. Cuando la industria entró en su agónico ciclo de crisis, los excedentes de capital de la ganadería se volcaron en otras direcciones. Las más inútiles y lujosas mansiones de Punta del Este brotaron de la desgracia nacional, la especulación financiera desató, después la fiebre de los pescadores en el río revuelto de la inflación. Pero, sobre todo, los capitales huyeron: los capitales y las ganancias que, año tras año, el país produce. Entre 1962 y 1966, según los datos oficiales, 250 millones de dólares volarán del Uruguay rumbo a los seguros bancos de Suiza v Estados Unidos. También los hombres, los hombres jóvenes, bajaron del camino a la ciudad, hace veinte años, a ofrecer sus brazos a la industria en desarrollo, y hoy se marchan, por tierra o por mar, rumbo al extranjero. Claro está, su suerte es distinta. Los capitales son recibidos con los brazos abiertos; a los peregrinos les aguarda un destino difícil, el desarraigo y la intemperie, la aventura incierta. El Uruguay de 1970, estremecido por una crisis feroz, no es ya el mitológico oasis de paz y progreso que se prometía a los inmigrantes europeos: sino un país turbulento que condena al éxodo a sus propios habitantes. Produce violencia y exporta hombres, tan naturalmente como produce y exporta carne y lana.. Tierra sin hombres, hombres sin tierra: los mayores latifundios ocupan, y no todo el año, apenas dos personas por cada mil hectáreas. En los rancheríos, al borde de las estancias, se acumulan, miserables, las reservas siempre disponibles de mano de obra. El gaucho de las estampas folklóricas, tema de cuadros y poemas, tiene poco que ver con el peón que trabaja, en la realidad, las tierras anchas y ajenas. Las alpargatas bigotudas ocupan el lugar de las botas de cuero; un cinturón común, o a veces una simple piola, sustituye los anchos cinturones con adornos de oro y plata. Quienes producen la carne han perdido el derecho de comerla: los criollos muy rara vez tienen acceso al típico asado criollo, la carne jugosa y tierna dorándose a las brasas. Aunque las estadísticas internacionales sonríen exhibiendo promedios engañosos, la verdad es que el «ensopado», guiso de fideos y achuras de capón, constituye la dieta básica, falta de proteínas, de los campesinos en Uruguay (106 German Wettstein y Juan Ruduir, La seriedad rural. en la colección Nuestra Tierra, núm. 16. Montevideo, 1969).
ARTEMIO CRUZ Y LA SEGUNDA MUERTE DE EMILIANO ZAPATA Exactamente un siglo después del reglamento de tierras de Artigas, Emiliano Zapata puso en práctica, en su comarca revolucionaria del sur de México, una profunda reforma agraria.
Cinco años antes, el dictador Porfirio Díaz había celebrado, con grandes fiestas, el primer centenario del grito de Dolores: los caballeros de levita, México oficial, olímpicamente ignoraban el México real cuya miseria alimentaba sus esplendores.
En la república de los parias, los ingresos de los trabajadores no habían aumentado en un solo centavo desde el histórico levantamiento del cura Miguel Hidalgo. En 1910, poco más de ochocientos latifundistas, muchos de ellos extranjeros, poseían casi todo el territorio nacional. Eran señoritos de ciudad, que vivían en la capital o en Europa y muy de vez en cuando visitaban los cascos de sus latifundios, donde dormían parapetados tras altas murallas de piedra oscura sostenidas por robustos contrafuertes (107 Jesús Silva Herzog, Breve historia de la Revolución mexicana, México-Bueno, Aires, 1960.). Al otro lado de las murallas, en las cuadrillas, los peones se amontonaban en cuartuchos de adobe. Doce millones de personas dependían, en una población total de quince millones, de los salarios rurales; los jornales se pagaban casi por entero en las tiendas de raya de las haciendas, traducidos, a precios de fábula, en frijoles, harina y aguardiente. La cárcel, el cuartel y la sacristía tenían a su cargo la lucha contra los defectos naturales de los indios, quienes, al decir de un miembro de una familia ilustre de la época, nacían «flojos, borrachos y ladrones».
La esclavitud, atado el obrero por deudas que se heredaban o por contrato legal, era el sistema real de trabajo en las plantaciones de henequén de Yucatán, en las vegas de tabaco del Valle Nacional, en los bosques de madera y frutas de Chiapas y Tabasco y e las plantaciones de caucho, café, caña de azúcar, tabaco y frutas de Veracruz, Oaxaca y Morelos. John Kenneth Turner, escritor norteamericano, denunció en el testimonio de su visita (108 John Kenneth Turner, México bárbaro, publicado en Estados Unidos en 1911: México, 1967.), que «los Estados Unidos han convertido virtualmente a Porfirio Díaz en un vasallo político y, en consecuencia, han transformado a México en una colonia esclava». Los capitales norteamericanos obtenían, directa o indirectamente, jugosas utilidades de su asociación con la dictadura. «La norteamericanización de México, de la que tanto se jacta Wall Street --decía Turner-, se está ejecutando como si fuera una venganza».
En 1845 los Estados Unidos se habían anexado los territorios mexicanos de Texas y California, donde restablecieron la esclavitud en nombre de la civilización, y en la guerra México perdió también los actuales estados norteamericanos de Colorado, Arizona, Nuevo México, Nevada y Utah. Más de la mitad del país. El territorio usurpado equivalía a la extensión actual de Argentina. «¡Pobrecito México! -se dice desde entonces- tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos». El resto de su territorio mutilado sufrió después la invasión de las inversiones norteamericanas en el cobre, en el petróleo, en el caucho, en el azúcar, en la banca y en los transportes. El American Cordage Trust, filial de la Standard Oil, no resultaba en absoluto ajeno al exterminio de los indios mayas y yaquis en las plantaciones de henequén de Yucatán, campos de concentración donde los hombres y los niños eran comprados y vendidos como bestias, porque ésta era la empresa que adquiría más de la mitad del henequén producido y le convenía disponer de la fibra a precios baratos. Otras veces, la explotación de la mano de obra esclava era, como descubrió Turner, directa. Un administrador norteamericano le contó que pagaba los lotes de peones enganchados a cincuenta pesos por cabeza, «y los conservamos mientras duran... En menos de tres meses enterramos a más de la mitad» (109 John Kenneth Turner, op. cit. México era el país preferido por las inversiones norteamericanas: reunía a fines de siglo poco menos de la tercera parte de los capitales de Estados Unidos invertidos en el extranjero. En el estado de Chihuahua y otras regiones del norte, William Randolph Hearst, el célebre Citizen Kane del film de Welles, poseía más de tres millones de hectáreas. Fernando Carmona, El drama de América Latina. El caso de México, México, 1964).
En 1910 llegó la hora del desquite. México se alzó en armas contra Porfirio Díaz.
Un caudillo agrarista encabezó desde entonces la insurrección en el sur: Emiliano Zapata, el más puro de los líderes de la revolución, el más leal a la causa de los pobres, el más fervoroso en su voluntad de redención social.
Las últimas décadas del siglo XIX habían sido tiempos de despojo feroz para las comunidades agrarias de todo México; los pueblos y las aldeas de Morelos sufrieron la febril cacería de tierras, aguas y brazos que las plantaciones de caña de azúcar devoraban en su expansión. Las haciendas azucareras dominaban la vida del estado y su prosperidad había hecho nacer ingenios modernos, grandes destilerías y ramales ferroviarios para transportar el producto. En la comunidad de Anenecuilco, donde vivía Zapata y a la que en cuerpo y alma pertenecía, los campesinos indígenas despojados reivindicaban siete siglos de trabajo continuo sobre su suelo- estaban allí desde antes de que llegara Hernán Cortés. Los que se quejaban en voz alta marchaban a los campos de trabajos forzados en Yucatán. Como en todo el estado de Morelos, cuyas tierras buenas estaban en manos de diecisiete propietarios, los trabajadores vivían mucho peor que los caballos de polo que los latifundistas mimaban en sus establos de lujo. Una ley de 1909 determinó que nuevas tierras fueran arrebatadas a sus legítimos dueños y puso al rojo vivo las ya ardientes contradicciones sociales. Emiliano Zapata, el jinete parco en palabras, famoso porque era el mejor domador del estado y unánimemente respetado por su honestidad y su coraje, se hizo guerrillero. «Pegados a la cola del caballo del jefe Zapata», los hombres del sur formaron rápidamente un ejército libertador (110 John Womack Jr., Zapata y la Revolución mexicana, México, 1969.) Cayó Díaz, y Francisco Madero, en ancas de la revolución, llegó al gobierno. Las promesas de reforma agraria no demoraron en disolverse en una nebulosa institucionalista. El día de su matrimonio, Zapata tuvo que interrumpir la fiesta: el gobierno había enviado a las tropas del general Victoriano Huerta para aplastarlo. El héroe se había convertido en «bandido», según los doctores de la ciudad. En noviembre de 1911, Zapata proclamó su Plan de Ayala, al tiempo que anunciaba: «Estoy dispuesto a luchar contra todo y contra todos». El plan advertía que «la inmensa mayoría de los pueblos y ciudadanos mexicanos no son más dueños que del terreno que pisan» y propugnaba la nacionalización total de los bienes de los enemigos de la revolución, la devolución a sus legítimos propietarios de las tierras usurpadas por la avalancha latifundista y la expropiación de una tercera parte de las tierras de los hacendados restantes. El Plan de Ayala se convirtió en un imán irresistible que atraía a millares y millares de campesinos a las filas del caudillo agrarista. Zapata denunciaba «la infame pretensión» de reducirlo todo a un simple cambio de personas en el gobierno: la revolución no se hacía para eso.
Cerca de diez años duró la lucha. Contra Díaz, contra Madero, luego contra Huerta, el asesino, y más tarde contra Venustiano Carranza. El largo tiempo de la guerra fue también un período de intervenciones norteamericanas continuas: los marines tuvieron a su cargo dos desembarcos y varios bombardeos, los agentes diplomáticos urdieron conjuras políticas diversas y el embajador Henry Lane Wilson organizó con éxito el crimen del presidente Madero y su vice. Los cambios sucesivos en el poder no alteraban, en todo caso, la furia de las agresiones contra Zapata y sus fuerzas, porque ellas eran la expresión no enmascarada de la lucha de clases en lo hondo de la revolución nacional: el peligro real. Los gobiernos y los diarios bramaban contra «las hordas vandálicas» del general de Morelos.
Poderosos ejércitos fueron enviados, uno tras otro, contra Zapata. Los incendios, las matanzas, la devastación de los pueblos, resultaron, una y otra vez, inútiles.
Hombres, mujeres y niños morían fusilados o ahorcados como «espías zapatistas» y a las carnicerías seguían los anuncios de victoria: la limpieza ha sido un éxito.
Pero al poco tiempo volvían a encenderse las hogueras en los trashumantes campamentos revolucionarios de las montañas del sur. En varias oportunidades, las fuerzas de Zapata contraatacaban con éxito hasta los suburbios de la capital.
Después de la caída del régimen de Huerta, Emiliano Zapata y Pancho Villa, el «Atila del Sur» y el «Centauro del Norte», entraron en la ciudad de México a paso de vencedores y fugazmente compartieron el poder. A fines de 1914, se abrió un breve ciclo de paz que permitió a Zapata poner en práctica, en Morelos, una reforma agraria aún más radical que la anunciada en el Plan de Ayala. El fundador del Partido Socialista y algunos militantes anarcosindicalistas influyeron mucho en este proceso: radicalizaron la ideología del líder del movimiento, sin herir sus raíces tradicionales, y le proporcionaron una imprescindible capacidad de organización.
La reforma agraria se proponía «destruir de raíz y para siempre el injusto monopolio de la tierra, para realizar un estado social que garantice plenamente el derecho natural que todo hombre tiene sobre la extensión de tierra necesaria a su propia subsistencia y a la de su familia». Se restituían las tierras a las comunidades e individuos despojados a partir de la ley de desamortización de 1856, se fijaban límites máximos a los terrenos según el clima y la calidad natural, y se declaraban de propiedad nacional los predios de los enemigos de la revolución. Esta última disposición política tenía, como en la reforma agraria de Artigas, un claro sentido económico: los enemigos eran los latifundistas. Se formaron escuelas de técnicos, fábricas de herramientas y un banco de crédito rural; se nacionalizaron los ingenios y las destilerías, que se convirtieron en servicios públicos. Un sistema de John Womack Jr., op cit.).
democracias locales colocaba en manos del pueblo las fuentes del poder político y el sustento económico. Nacían y se difundían las escuelas zapatistas, se organizaban juntas populares para la defensa y la promoción de los principios revolucionarios una democracia auténtica cobraba forma y fuerza. Los municipios eran unidades nucleares de gobierno y la gente elegía sus autoridades, sus tribunales y su policía. Los jefes militares debían someterse a la voluntad de las poblaciones civiles organizadas. No era la voluntad de los burócratas y los generales la que imponía los sistemas de producción y de vida. La revolución se enlazaba con la tradición y operaba «de conformidad con la costumbre y usos de cada pueblo..., es decir, que si determinado pueblo pretende el sistema comunal así se llevará a cabo, y si otro pueblo desea el fraccionamiento de la tierra para reconocer su pequeña propiedad, así se hará» (111 En la primavera de 1915, ya todos los campos de Morelos estaban bajo cultivo, principalmente con maíz y otros alimentos. La ciudad de México padecía, mientras tanto, por falta de alimentos, la inminente amenaza del hambre. Venustiano Carranza había conquistado la presidencia y dictó, a su vez, una reforma agraria, pero sus jefes no demoraron en apoderarse de sus beneficios; en 1916 se abalanzaron, con buenos dientes, sobre Cuernavaca, capital de Morelos, y las demás comarcas zapatistas. Los cultivos, que habían vuelto a dar frutos, los minerales, las pieles y algunas maquinarias, resultaron un botín excelente para los oficiales que avanzaban quemando todo a su paso y proclamando, a la vez, «una obra de reconstrucción y progreso».
En 1919 una estratagema y una traición terminaron con la vida de Emiliano Zapata. Mil hombres emboscados descargaron los fusiles sobre su cuerpo. Murió a la misma edad que el Che Guevara. Lo sobrevivió la leyenda: el caballo alazán que galopaba solo, hacia el sur, por las montañas. Pero no sólo la leyenda. Todo Morelos se dispuso a «consumar la obra del reformador, vengar la sangre del mártir y seguir el ejemplo del héroe», y el país entero le prestó eco. Pasó el tiempo, y con la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1940) las tradiciones zapatistas recobraron vida y vigor a través de la puesta en práctica, por todo México; de la reforma agraria.
Se expropiaron, sobre todo bajo su período de gobierno, 67 millones de hectáreas en poder de empresas extranjeras o nacionales y los campesinos recibieron, además de la tierra, créditos, educación y medios de organización para el trabajo. La economía y la población del país habían comenzado su acelerado ascenso; se multiplicó la producción agrícola al tiempo que el país entero se modernizaba y se industrializaba. Crecieron las ciudades y se amplió, en extensión y en profundidad, el mercado de consumo. Pero el nacionalismo mexicano no derivó al socialismo y, en consecuencia, como ha ocurrido en otros países que tampoco dieron el salto decisivo, no realizó cabalmente sus objetivos de independencia económica y justicia social. Un millón de muertos habían tributado su sangre, en los largos años de revolución y guerra, «a un Huitzilopochtli más cruel, duro e insaciable que aquel adorado por nuestros antepasados: el desarrollo capitalista de México, en las condiciones impuestas por la subordinación al imperialismo» (112 Fernando Carmona, op. cit).. Diversos estudiosos han investigado los signos del deterioro de las viejas banderas. Edmundo Flores afirma, en una publicación reciente,(113 Edmundo Flores, ¿Adónde va la economía de México?, en Comercio exterior, vol. xx, núm. l, México, enero de 1970.), que, «actualmente, el 60 por 100 de la población total de México tiene un ingreso menor de 120 dólares al año y pasa hambre». Ocho millones de mexicanos no consumen prácticamente otra cosa que fri-
joles, tortillas de maíz y chile picante (114 Ana María Flores, La magnitud del hambre en México, México, 1961). El sistema no revela sus hondas contradicciones solamente cuando caen quinientos estudiantes muertos en la matanza de Tlatelolco. Recogiendo cifras oficiales, Alonso Aguilar llega a la conclusión de que hay en México unos dos millones de campesinos sin tierra, tres millones de niños que no reciben educación, cerca de once millones de analfabetos y cinco millones de personas descalzas (115 Alonso Aguilar M. y Fernando Carmona, op. cit. Véase también, de los mismos autores y Guillermo Montaño y Jorge Carrión, El milagro mexicano, México, 1970). La propiedad colectiva de los ejidatarios se pulveriza continuamente, y junto con la multiplicación de los minifundios, que se fragmentan a sí mismos, ha hecho su aparición un latifundismo de nuevo cuño y una nueva burguesía agraria dedicada a la agricultura comercial en gran escala. Los terratenientes e intermediarios nacionales que han conquistado una posición dominante trampeando el texto y el espíritu de las leyes son, a su vez, dominados, y en un libro reciente se los considera incluidos en los términos «and company» de la empresa Anderson Clayton (116 Rodolfo Stavenhagen, Fernando Paz Sánchez, Cuauhtémoc Cárdenas y Arturo Bonilla, Neolatifundismo y explotación. De Emiliano Zapata a Anderson Clayton & Co., México, 1968).
En el mismo libro, el hijo de Lázaro Cárdenas dice que «los latifundios simulados se han constituido, preferentemente, en las tierras de mejor calidad, en las más productivas».
El novelista Carlos Fuentes ha reconstruido, a partir de la agonía, la vida de un capitán del ejército de Carranza que se va abriendo paso, a tiros y a fuerza de astucia, en la guerra y en la paz (117 Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz, México 1962).
Hombre de muy humilde origen, Artemio Cruz va dejando atrás, con el paso de los años, el idealismo y el heroísmo de la juventud: usurpa tierras; funda y multiplica empresas, se hace diputado y trepa, en rutilante carrera, hacia las cumbres sociales, acumulando fortuna, poder y prestigio en base a los negocios, los sobornos, la especulación, los grandes golpes de audacia y la represión a sangre y fuego de la indiada. El proceso del personaje se parece al proceso del partido que, poderosa impotencia de la revolución mexicana, virtualmente monopoliza la vida política del país en nuestros días. Ambos han caído hacia arriba.
EL LATIFUNDIO MULTIPLICA LAS BOCAS PERO NO LOS PANES La producción agropecuaria por habitante de América Latina es hoy menor que en la víspera de la segunda guerra mundial. Treinta años largos han transcurrido; en el mundo, la producción de alimentos creció, en este período, en la misma proporción en que, en nuestras tierras, disminuyó. La estructura del atraso del campo latinoamericano opera también como una estructura del desperdicio: desperdicio de la fuerza de trabajo, de la tierra disponible, de los capitales, del producto y, sobre todo, desperdicio de las huidizas oportunidades históricas del desarrollo. El latifundio y su pariente pobre, el minifundio, constituyen, en casi todos los países latinoamericanos, el cuello de botella que estrangula el crecimiento agropecuario y el desarrollo de la economía toda. El régimen de propiedad imprime su sello al régimen de producción: el uno y medio por ciento de los propietarios agrícolas latinoamericanos posee la mitad del total de tierras cultivables y América Latina gasta, anualmente, más de quinientos millones de dólares en comprar al extranjero alimentos que podría producir sin dificultad en sus inmensas v fértiles tierras. Apenas un cinco por ciento de !a superficie total se encuentra bajo cultivo: la proporción más baja del mundo y, en consecuencia, el desperdicio más grande .(118 FAO, Anuario de la producción, vol 19, 1965.). En las escasas tierras cultivadas, los rendimientos son, además, muy bajos. En numerosas regiones, los arados de palo abundan más que los tractores. No se emplean, más que por excepción, las técnicas modernas, cuya difusión no sólo implicaría la mecanización de las faenas agrícolas, sino también el auxilio y el estímulo a los suelos a través de los abonos, los herbicidas, las semillas genéticas, los pesticidas, el riego artificial (119 Alberto Baltra Cortés, Problemas del subdesarrollo ecolatinoamericano, Buenos Aires, 1966.). El latifundio integra, a veces como Rey Sol, una constelación de poder que, para usar la feliz expresión de Maza Zavala (120 D. F. Maza Zavala, Explosión demográfica y crecimiento económico, Caracas, 1970) , multiplica los hambrientos pero no los panes. En vez de absorber mano de obra, el latifundio la expulsa: en cuarenta años, los trabajadores latinoamericanos del campo se han reducido en más de un veinte por ciento. Sobran tecnócratas dispuestos a afirmar, aplicando mecánicamente recetas hechas, que éste es un índice de progreso: la urbanización acelerada, el traslado masivo de la población campesina. Los desocupados, que el sistema vomita sin descanso, afluyen, en efecto, a las ciudades y extienden sus suburbios. Pero las fábricas, que también segregan desocupados a medida que se modernizan, no brindan refugio a esta mano de obra excedente y no especializada. Los adelantos tecnológicos del campo, cuando ocurren, agudizan el problema. Se incrementan las ganancias de los terratenientes, al incorporar medios más modernos a la explotación de sus propiedades, pero más brazos quedan sin actividad y se hace más ancha la brecha que separa a ricos y pobres. La introducción de los equipos motorizados, por ejemplo, elimina más empleos rurales de los que crea. Los latinoamericanos que producen, en jornadas de sol a sol, los alimentos, sufren normalmente desnutrición: sus ingresos son miserables, la renta que el campo genera se gasta en las ciudades o emigra al extranjero. Las mejores técnicas que aumentan los rendimientos magros del suelo pero dejan intacto el régimen de propiedad vigente no resultan, por cierto, aunque contribuyan al progreso general, una bendición para los campesinos. No crecen sus salarios ni su participación en las cosechas. El campo irradia pobreza para muchos y riqueza para muy pocos. Las avionetas privadas sobrevuelan los desiertos miserables, se multiplica el lujo estéril en los grandes balnearios y Europa hierve de turistas latinoamericanos rebosantes de dinero, que descuidan el cultivo de sus tierras pero no descuidan, faltaba más, el cultivo de sus espíritus.
Paul Bairoch atribuye la debilidad principal de la economía del Tercer Mundo al hecho de que su productividad agrícola media sólo alcance a la mitad del nivel alcanzado, en vísperas de la revolución industrial, por los países hoy desarrollados (121 Paul Bairoch, Diagnostic de 1'évotution économique du Tiers Monde. 1900-1966, París, 1967.). En efecto, la industria, para expandirse armoniosamente, requeriría un aumento mucho mayor de la producción de alimentos y de materias primas agropecuarias. Alimentos, porque las ciudades crecen y comen; materias primas, para las fábricas y para la exportación, de manera de disminuir las importaciones agrícolas y aumentar las ventas al exterior generando las divisas que el desarrollo requiere. Por otra parte, el sistema de latifundios y minifundios implica el raquitismo del mercado interno de consumo, sin cuya expansión la industria naciente pierde pie. Los salarios de hambre en el campo y el ejército de reserva cada vez más numeroso de los desocupados, conspiran en este sentido: los emigrantes rurales, que vienen a golpear a las puertas de las ciudades, empujan a la baja el nivel general de las retribuciones obreras.
Desde que la Alianza para el Progreso proclamó, a los cuatro vientos, la necesidad de la reforma agraria, la oligarquía y la tecnocracia no han cesado de elaborar proyectos. Decenas de proyectos, gordos, flacos, anchos, angostos, duermen en las estanterías de los parlamentos de todos los países latinoamericanos. Ya no es un tema maldito la reforma agraria: los políticos han aprendido que la mejor manera de no hacerla consiste en invocarla de continuo. Los procesos simultáneos de concentración y pulverización de la propiedad de la tierra continúan, olímpicos, su curso en la mayoría de los países. No obstante, las excepciones empiezan a abrirse paso. Porque el campo no es solamente un semillero de pobreza: es, también, un semillero de rebeliones, aunque las tensiones sociales agudas se oculten a menudo, enmascaradas por la resignación aparente de las masas. El nordeste de Brasil, por ejemplo, impresiona a primera vista como un bastión del fatalismo, cuyos habitantes aceptan morirse de hambre tan pasivamente como aceptan la llegada de la noche al cabo de cada día. Pero no está tan lejos en el tiempo, al fin y al cabo, la explosión mística de los nordestinos que pelearon junto a sus mesías, apóstoles extravagantes, alzando la cruz y los fusiles contra los ejércitos, para traer a esta tierra el reino de los cielos, ni las furiosas oleadas de violencia de los cangaceiros: los fanáticos y los bandoleros, utopía y venganza, dieron cauce a la protesta social, ciega todavía, de los campesinos desesperados (122 Rui Facó, Cangaceiros e fanáticos, Río de Janeiro, 1965). Las ligas campesinas recuperarían más tarde, profundizándolas, esta tradiciones de lucha.
La dictadura militar que usurpó el poder en Brasil en 1964 no demoró en anunciar su reforma agraria. El Instituto Brasileño de Reforma Agraria es, como ha hecho notar Paulo Schilling, un caso único en el mundo: en vez de distribuir tierra a los campesinos, se dedica a expulsarlos, para restituir a los latifundistas las extensiones espontáneamente invadidas o expropiadas por gobiernos anteriores.
En 1966 y 1967, antes de que la censura de prensa se aplicara con mayor rigor, los diarios solían dar cuenta de los despojos, los incendios y las persecuciones que las tropas de la policía militar llevaban a cabo por orden del atareado Instituto. Otra reforma agraria digna de una antología es la que se promulgó en Ecuador en 1964.
El gobierno sólo distribuyó tierras improductivas, a la par que facilitó la concentración de las tierras de mejor calidad en manos de los grandes terratenientes. La mitad de las tierras distribuidas por la reforma agraria de Venezuela, a partir de 1960, eran de propiedad pública; las grandes plantaciones comerciales no fueron tocadas y los latifundistas expropiados recibieron indemnizaciones tan altas que obtuvieron espléndidas ganancias y compraron nuevas tierras en otras zonas.
El dictador argentino Juan Carlos Onganía estuvo a punto de anticipar en dos años su caída, cuando en 1968 intentó aplicar un nuevo régimen de impuestos a la propiedad rural. El proyecto intentaba gravar las improductivas «llanuras peladas» más severamente que las tierras productivas. La oligarquía vacuna puso el grito en el cielo, movilizó sus propias espadas en el estado mayor y Onganía tuvo que olvidar sus heréticas intenciones. La Argentina dispone, como el Uruguay, de praderas naturalmente fértiles que, al influjo de un clima benigno, le han permitido disfrutar de una prosperidad relativa en América Latina. Pero la erosión va mordiendo sin piedad las inmensas llanuras abandonadas que no se aplican al cultivo ni al pastoreo, y otro tanto ocurre con gran parte de los millones de hectáreas dedicadas a la explotación extensiva del ganado. Como en el caso de Uruguay, aunque en menor grado, esa explotación extensiva está en el trasfondo de la crisis que ha sacudido a la economía argentina en los años sesenta. Los latifundistas argentinos no han mostrado suficiente interés por introducir innovaciones técnicas en sus campos. La productividad es todavía baja, porque conviene que lo sea; la ley de la ganancia puede más que todas las leyes. La extensión de las propiedades, a través de la compra de nuevos campos, resulta más lucrativa y menos riesgosa que la puesta en práctica de los medios que la tecnología moderna proporciona para la producción intensiva (123 La pradera artificial representa, desde el punto de vista del capitalista ganadero, un traslado de capital hacia una inversión más cuantiosa, más riesgosa y simultáneamente menos rentable que la inversión tradicional en ganadería extensiva. Así, el interés privado del productor entra en contradicción con el interés de la sociedad en su conjunto: la calidad del ganado y sus rendimientos sólo pueden incrementarse, a partir de cierto punto, a través del aumento del poder nutritivo del suelo. El país necesita que las vacas produzcan más carne y las ovejas más lana, pero los dueños de la tierra ganan más que suficiente al nivel de los rendimientos actuales. Las conclusiones del instituto de Economía de la Universidad del Uruguay (op. cit.) son, en cierto sentido, también aplicables a la Argentina..) En 1931, la Sociedad Rural oponía el caballo al tractor: «¡Agricultores ganaderos! -proclamaban sus dirigentes-. ¡Trabajar con caballos en las faenas agrícolas es proteger sus propios intereses y los del país!». Veinte años después, insistía en sus publicaciones: «Es más fácil -ha dicho un conocido militar- que llegue pasto al estómago de un caballo que nafta al tanque de un pesado camión» (124 Dardo Cúneo, Comportarnierto y crisis de la clase empresaria, Buenos Aires, 1967.) Según los datos de la CEPAL, Argentina tiene, en proporción a las hectáreas de superficie arable, dieciséis veces menos tractores que Francia, y diecinueve veces menos tractores que el Reino Unido. El país consume, también en proporción, ciento cuarenta veces menos fertilizantes que Alemania Occidental (125 CEPAL, Estudio económico de América Latina, Santiago de Chile, 1964 y 1966, y El uso de fertilizantes en América Latina, Santiago de Chile, 1966.) Los rendimientos de trigo, maíz y algodón de la agricultura argentina son bastante más bajos que los rendimientos de esos cultivos en los países desarrollados.
Juan Domingo Perón había desafiado los intereses de la oligarquía terrateniente de la Argentina, cuando impuso el estatuto del peón y el cumplimiento del salario mínimo rural. En 1944, la Sociedad Rural afirmaba: «En la fijación de los salarios es primordial determinar el estándar de vida del peón común. Son a veces tan limitadas sus necesidades materiales que un remanente trae destinos socialmente poco interesantes». La Sociedad Rural continúa hablando de los peones como si fueran animales, y la honda meditación a propósito de las cortas necesidades de consumo de los trabajadores brinda, involuntariamente, una buena clave para comprender las limitaciones del desarrollo industrial argentino: el mercado interno no se extiende ni se profundiza en medida suficiente. La política de desarrollo económico que impulsó el propio Perón no rompió nunca la estructura del subdesarrollo agropecuario. En junio de 1952, en un discurso que pronunció desde el Teatro Colón, Perón desmintió que tuviera el propósito de realizar una reforma agraria, y la Sociedad Rural comentó, oficialmente: «Fue una magistral disertación».
En Bolivia, gracias a la reforma agraria de 1952, ha mejorado visiblemente la alimentación en vastas zonas rurales del altiplano, tanto que hasta se han comprobado cambios de estatura en los campesinos. Sin embargo, el conjunto de la población boliviana consume todavía apenas un sesenta por ciento de las proteínas y una quinta parte del calcio necesarios en la dieta mínima, y en las áreas rurales el déficit es aún más agudo que estos promedios. No puede decirse en modo alguno que la reforma agraria haya fracasado, pero la división de las tierras altas no ha bastado para impedir que Bolivia gaste, en nuestros días, la quinta parte de sus divisas en importar alimentos del extranjero.
La reforma agraria que ha puesto en práctica, desde 1969, el gobierno militar de Perú, está asomando como una experiencia de cambio en profundidad. Y en cuanto a la expropiación de algunos latifundios chilenos por parte del gobierno de Eduardo Frei, es de justicia reconocer que abrió el cauce a la reforma agraria radical que el nuevo presidente, Salvador Allende, anuncia mientras escribo estas páginas.
LAS TRECE COLONIAS DEL NORTE Y LA IMPORTANCIA DE NO NACER IMPORTANTE La apropiación privada de la tierra siempre se anticipó, en América Latina, a su cultivo útil. Los rasgos más retrógrados del sistema de tenencia actualmente vigente no provienen de las crisis, sino que han nacido durante los períodos de mayor prosperidad; a la inversa, los períodos de depresión económica han apaciguado la voracidad de los latifundistas por la conquista de nuevas extensiones. En Brasil, por ejemplo, la decadencia del azúcar y la virtual desaparición del oro y los diamantes hicieron posible, entre 1820 y 1850, una legislación que aseguraba la propiedad de la tierra a quien la ocupara y la hiciera producir. En 1850 el ascenso del café como nuevo «producto rey» determinó la sanción de la Ley de Tierras, cocinada según el paladar de los políticos y los militares del régimen oligárquico, para negar la propiedad de la tierra a quienes la trabajaban, a medida que se iban abriendo, hacia el sur y hacia el oeste, los gigantescos espacios interiores del país. Esta ley «fue reforzada y ratificada desde entonces por una copiosísima legislación, que establecía compra como única forma de acceso a la tierra y creaba un sistema notarial de registro que haría casi impracticable que un labrador pudiera legalizar su posesión.. . » (126M Darcy Ribeiro, Las Américas y la civilización, tomo t Los pueblos nuevos, Buenos Aires, 1969.) La legislación norteamericana de la misma época se propuso el objetivo opuesto, para promover colonización interna de los Estados Unidos. Crujían las carretas de los pioneros que iban extendiendo frontera, a costa de las matanzas de los indígenas, hacia las tierras vírgenes del oeste: la Ley Lincoln de 1862, el Homested Act, aseguraba a cada familia la propiedad de lotes de 65 hectáreas.
Cada beneficiario se comprometía a cultivar su parcela por un período no menor de cinco años `(127 Edward C. Kirkland, Historia económica de Estados Unidos, México, 1941.). El dominio público se colonizó con rapidez asombrosa; la población aumentaba y se propagaba como una enorme mancha de aceite sobre el mapa. La tierra accesible, fértil y casi gratuita, atraía a los campesinos europeos, con un imán irresistible: cruzaban el océano y también los Apalaches rumbo a las praderas abiertas.
Fueron granjeros libres, así, quienes ocuparon los nuevos territorios del centro y del oeste. Mientras el país crecía en superficie y en población, se creaban fuentes de trabajo agrícola y al mismo tiempo se generaba un mercado interno con gran poder adquisitivo, la enorme masa de los granjeros propietarios para sustentar la pujanza del desarrollo industrial.
En cambio, los trabajadores rurales que, desde hace más de un siglo, han movilizado con ímpetu la frontera interior de Brasil, no han sido ni son familias de campesinos libres en busca de un trozo de tierra propia, como observa Ribeiro, sino braceros contratados para servir a los latifundistas que previamente han tomado posesión de los grandes espacios vacíos. Los desiertos interiores nunca fueron accesibles, como no fuera de esta manera, a la población rural. En provecho ajeno, los obreros han ido abriendo el país, a golpes de machete, a través de la selva. La colonización resulta una simple extensión del área latifundista. Entre 1950 y 1960, 65 latifundios brasileños absorbieron la cuarta parte de las nuevas tierras incorporadas a la agricultura (128 Celso Furtado, Um projeto para o Brasil, Rfo de Janeiro, 1969.).
Estos dos opuestos sistemas de colonización interior muestran una de las diferencias más importantes entre los modelos de desarrollo de los Estados Unidos y de América Latina. ¿Por qué el norte es rico y el sur pobre? El río Bravo señala mucho más que una frontera geográfica. El hondo desequilibrio de nuestros días, que parece confirmar la profecía de Hegel sobre la inevitable guerra entre una y otra América, ¿nació de la expansión imperialista de los Estados Unidos o tiene raíces más antiguas? En realidad, al norte y al sur se habían generado, ya en la matriz colonial, sociedades muy poco parecidas y al servicio de fines que no eran los mismos (129 Lewis Hanke y otros autores de Do the Américas Have a Common History? (Nueva York, 1964) despliegan en vano la imaginación en el afán de encontrar identidades entre los procesos históricos del norte y del sur. Los peregrínos del Mayflower no atravesaron el mar para conquistar tesoros legendarios ni para explotar la mano de obra indígena escasa en el norte, sino para establecerse con sus familias y reproducir, en el Nuevo Mundo, el sistema de vida y de trabajo que practicaban en Europa.
No eran soldados de fortuna, sino pioneros; no venían a conquistar, sino a colonizar: fundaron «colonias de poblamiento». Es cierto que el proceso posterior desarrolló, al sur de la bahía de Delaware, una economía de plantaciones esclavistas semejante a la que surgió en América Latina, pero con la diferencia de que en Estados Unidos el centro de gravedad estuvo desde el principio radicado en las granjas y los talleres de Nueva Inglaterra, de donde saldrían los ejércitos vencedores de la Guerra de Secesión en el siglo XIX. Los colonos de Nueva Inglaterra, núcleo original de la civilización norteamericana, no actuaron nunca como agentes coloniales de la acumulación capitalista europea; desde el principio, vivieron al servicio de su propio desarrollo y del desarrollo de su tierra nueva. Las trece colonias del norte sirvieron de desembocadura al ejército de campesinos y artesanos europeos que el desarrollo metropolitano iba lanzando fuera del mercado de trabajo. Trabajadores libres formaron la base de aquella nueva sociedad de este lado del mar.
España y Portugal contaron, en cambio, con una gran abundancia de mano de obra servil en América Latina. A la esclavitud de los indígenas sucedió el trasplante en masa de los esclavos africanos. A lo largo de los siglos, hubo siempre una legión enorme de campesinos desocupados disponibles para ser trasladados a los centros de producción: las zonas florecientes coexistieron siempre con las decadentes, al ritmo de los auges y las caídas de las exportaciones de metales preciosos o azúcar, y las zonas de decadencia surtían de mano de obra a las zonas florecientes. Esta estructura persiste hasta nuestros días, y también en la actualidad implica un bajo nivel de salarios, por la presión que los desocupados ejercen sobre el mercado de trabajo, y frustra el crecimiento del mercado interno de consumo. Pero además, a diferencia de los puritanos del norte, las clases dominantes de la sociedad colonial latinoamericana no se orientaron jamás al desarrollo económico interno. Sus beneficios provenían de fuera; estaban más vinculados al mercado extranjero que a la propia comarca. Terratenientes y mineros y mercaderes habían nacido para cumplir esa función: abastecer a Europa de oro, plata y alimentos. Los caminos trasladaban la carga en un solo sentido: hacia el puerto y los mercados de ultramar. Ésta es también la clave que explica la expansión de los Estados Unidos como unidad nacional y la fractura de América Latina: nuestros centros de producción no estaban conectados entre sí, sino que formaban un abanico con el vértice muy lejos.
Las trece colonias del norte tuvieron, bien pudiera decirse, la dicha de la desgracia.
Su experiencia histórica mostró la tremenda importancia de no nacer importante.
Porque al norte de América no había oro ni había plata, ni civilizaciones indígenas con densas concentraciones de población ya organizada para el trabajo, ni suelos tropicales de fertilidad fabulosa en la franja costera que los peregrinos ingleses colonizaron. La naturaleza se había mostrado avara, y también la historia: faltaban los metales y la mano de obra esclava para arrancar los metales del vientre de la tierra. Fue una suerte. Por lo demás, desde Maryland hasta Nueva Escocia, pasando por Nueva Inglaterra, las colonias del norte producían, en virtud del clima y por las características de los suelos, exactamente lo mismo que la agricultura británica, es decir, que no ofrecían a la metrópoli, como advierte Bagú (130 Sergio Bagú, op. cit.) , una producción complementaria.
Muy distinta era la situación de las Antillas y de las colonias ibéricas de tierra firme. De las tierras tropicales brotaban el azúcar, el tabaco, el algodón, el añil, la trementina; una pequeña isla del Caribe resultaba más importante para Inglaterra, desde el punto de vista económico, que las trece colonias matrices de los Estados Unidos.
Estas circunstancias explican el ascenso y la consolidación de los Estados Unidos, como un sistema económicamente autónomo, que no drenaba hacia fuera la riqueza generada en su seno. Eran muy flojos los lazos que ataban la colonia a la metrópoli; en Barbados o Jamaica, en cambio, sólo se reinvertían los capitales indispensables para reponer los esclavos a medida que se iban gastando. No fueron factores raciales, como se ve, los que decidieron el desarrollo de unos y el subdesarrollo de otros: las islas británicas de las Antillas no tenían nada de españolas ni de portuguesas. La verdad es que la insignificancia económica de las trece colonias permitió la temprana diversificación de sus exportaciones y alumbró el impetuoso desarrollo de las manufacturas. La industrialización norteamericana contó, desde antes de la independencia, con estímulos y protecciones oficiales.
Inglaterra se mostraba tolerante, al mismo tiempo que prohibía estrictamente que sus islas antillanas fabricaran siquiera un alfiler.
LAS FUENTES SUBTERRÁNEAS DEL PODER LA ECONOMÍA NORTEAMERICANA NECESITA LOS MINERALES DE AMÉRICA LATINA COMO LOS PULMONES NECESITAN EL AIRE.
Los astronautas habían impreso las primeras huellas humanas sobre la superficie de la luna, y en julio de 1969 el padre de la hazaña, Werner von Braun, anunciaba a la prensa que los Estados Unidos se proponían instalar una lejana estación en el espacio, con propósitos más bien cercanos: «Desde esta maravillosa plataforma de observación -declaró- podremos examinar todas las riquezas de la Tierra: los pozos de petróleo desconocidos, las minas de cobre y de cinc... » El petróleo sigue siendo el principal combustible de nuestro tiempo, y los norteamericanos importan la séptima parte del petróleo que consumen. Para matar vietnamitas, necesitan balas y las balas necesitan cobre: los Estados Unidos compran fuera de fronteras una quinta parte del cobre que gastan. La falta de cinc resulta cada vez más angustiosa: cerca de la mitad viene del exterior. No se puede fabricar aviones sin aluminio, y no se puede fabricar aluminio sin bauxita: los Estados Unidos casi no tienen bauxita. Sus grandes centros siderúrgicos -Pittsburgh, Cleveland, Detroit- no encuentran hierro suficiente en los yacimientos de Minnesota, que van camino de agotarse, ni tienen manganeso en el territorio nacional: la economía norteamericana importa una tercera parte del hierro y todo el manganeso que necesita. Para producir los motores de retropropulsión, no cuentan con níquel ni con cromo en su subsuelo. Para fabricar aceros especiales, se requiere tungsteno: importan la cuarta parte. Esta dependencia, creciente, respecto a los suministros extranjeros, determina una identificación también creciente de los intereses de los capitalistas norteamericanos en América Latina, con la seguridad nacional de los Estados Unidos, La estabilidad interior de la primera potencia del mundo aparece íntimamente ligada a las inversiones norteamericanas al sur del río Bravo. Cerca de la mitad de esas inversiones está dedicada a la extracción de petróleo y a la explotación de riquezas mineras, «indispensables para la economía de los Estados Unidos tanto en la paz como en la guerra» (1 Edwin y Lieuwen, The Unr:ed Sta!es and the Challenge to Segurity in Latín America, Ohio, 1966.). El presidente del Consejo Internacional de la Cámara de Comercio del país del norte lo define así: «Históricamente, una de las razones principales de los Estados Unidos para invertir en el exterior es el desarrollo de recursos naturales, particularmente minerales y, más especialmente, petróleo. Es perfectamente obvio que los incentivos de este tipo de inversiones no pueden menos que incrementarse. Nuestras necesidades de materias primas están en constante aumento a medida que la población se expande y el nivel de vida sube. Al mismo tiempo, nuestros recursos domésticos se agotan...» (2 Philip Courtney, en un trabajo presentado ante el II Congreso Internacional de Ahorro e Inversion, Bruselas, 1959). Los laboratorios científicos del gobierno, de las universidades y de las grandes corporaciones avergüenzan a la imaginación con el ritmo febril de sus invenciones y sus descubrimientos, pero la nueva tecnología no ha encontrado la manera de prescindir de los materiales básicos que la naturaleza, y sólo ella, proporciona.
Se van debilitando, al mismo tiempo, las respuestas que el subsuelo nacional es capaz de dar al desafío del crecimiento industrial de los Estados Unidos (3 Harry Magdoff, La era del imperiialisrna, en Month1y Review, selecciones en castellano, Santiago de Chile, enero-febrero de 1969. y Claude Julien, L'Empire Américan, Paris, 1969).
EL SUBSUELO TAMBIÉN PRODUCE GOLPES DE ESTADO, REVOLUCIONES, HISTORIAS DE ESPÍAS Y AVENTURAS EN LA SELVA AMAZÓNICA En Brasil, los espléndidos yacimientos de hierro del valle de Paraopeba derribaron dos presidentes, Janio Quadros y Joáo Goulart, antes de que el mariscal Castelo Branco, que asaltó el poder en 1971, los cediera amablemente a la Hanna Mining Co. Orto amigo anterior del embajador de los Estados Unidos, el presidente Eurico Dutra (1946-51), había concedido a la Bethlehem Steel, algunos años antes, los cuarenta millones de toneladas de manganeso del estado de Amapá, uno de los mayores yacimientos del mundo, a cambio de un cuatro por ciento para el Estado sobre los ingresos de exportación; desde entonces, la Bethlehem está mudando las montañas a los Estados Unidos con tal entusiasmo que se teme que de aquí a quince años Brasil quede sin suficiente manganeso para abastecer su propia siderurgia. Por lo demás de cada cien dólares que la Bethlehem invierte en la extracción de minerales, ochenta y ocho corresponden a una gentileza del gobierno brasileño: las exoneraciones de impuestos en nombre del «desarrollo de la región». La experiencia del oro perdido de Minas Gerais --«oro blanco, oro negro, oro podrido», escribió el poeta Manuel Bandeira- no ha servido, como se ve, para nada: Brasil continúa despojándose gratis de sus fuentes naturales de desarrollo (4 El gobierno de México advirtió a tiempo, en cambio, que el país, uno de los principales exportadores mundiales de azufre, se estaba vaciando. La Texas Gulf Sulphur Co.
y la Pan American Sulfur habian asegurado que las reservas con que todavía contaban sus concesiones eran seis veces más abundantes de lo que eran en realidad, y el gobierno resolvió, en 1965, limitar las ventas al exterior.). Por su parte, el dictador René Barrientos se apoderó de Bolivia en 1964 y, entre matanza y matanza de mineros, otorgó a la firma Philips Brothers la concesión de la mina Matilde, que contiene plomo, plata y grandes yacimientos de cinc con una ley doce veces más alta que la de las minas norteamericanas. La empresa quedó autorizada a llevarse el cinc en bruto, para elaborarlo en sus refinerías extranjeras, pagando al Estado nada menos que el uno y medio por ciento del valor de venta del mineral. (5 Sergio Allmaraz Paz, Réquiem pasa una república, La Paz, 1969) . En Perú, en 1968, se perdió misteriosamente la página número once del convenio que el presidente Belaúnde Terry había firmado a los pies de una filial de la Standard Oil, y el general Velasco Alvarado derrocó al presidente, tomó las riendas del país y nacionalizó los pozos y la refinería de la empresa. En Venezuela, el gran lago de petróleo de la Standard Oil y la Gulf, tiene su asiento la mayor misión militar norteamericana de América Latina. Los frecuentes golpes de Estado de Argentina estallan antes o después de cada licitación petrolera. El cobre no era en modo alguno ajeno a la desproporcionada ayuda militar que Chile recibía del Pentágono hasta el triunfo electoral de las fuerzas de izquierda encabezadas por Salvador Allende; las reservas norteamericanas de cobre habían caído en más de un sesenta por ciento entre 1965 y 1969. En 1964, en su despacho de La Habana, el Che Guevara me enseñó que la Cuba de Batista no era sólo de azúcar: los grandes yacimientos, cubanos de níquel y de manganeso explicaban mejor, a su juicio, la furia ciega del Imperio contra la revolución. Desde aquella conversación, las reservas de níquel de los Estados Unidos se redujeron a la tercera parte: la empresa norteamericana Nicro-Nickel había sido nacionalizada y el presidente Johnson había amenazado a los metalúrgicos franceses con embargar sus envíos a los Estados Unidos si compraban el mineral a Cuba.
Los minerales tuvieron mucho que ver con la caída del gobierno del socialista Cheddi Jagan, que a fines de 1964 había obtenido nuevamente la mayoría de los votos en lo que entonces era la Guayana británica. El país que hoy se llama Guyana es el cuarto productor mundial de bauxita y figura en el tercer lugar entre los productores latinoamericanos de manganeso. La CIA desempeñó un papel decisivo en la derrota de Jagan. Arnold Zander, el máximo dirigente de la huelga que sirvió de provocación y pretexto para negar con trampas la victoria electoral de Jagan, admitió públicamente, tiempo después, que su sindicato había recibido una lluvia de dólares de una de las fundaciones de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos(6 Claude Julien, op. cit).. El nuevo régimen garantizó que no correrían peligro las intereses de la Aluminium Company of América en Guyana: la empresa podría seguir llevándose, sin sobresaltos, la bauxita, y vendiéndosela a sí misma al mismo precio de 1938, aunque desde entonces se hubiera multiplicado el precio del aluminio')7 Arthur Davis, presidente de la Aluminium Co. durante largo tiempo, mátió en 1962 y deió trescientos millones de dólares en herencia a las fundaciones de caridad, con la expresa condición de que no gastaran los fondos fuera del territorio de los Estados Unidos. Ni siquiera por esta vía pudo Guyana rescatar aunque fuera una parte de la riqueza que la empresa le ha arrebatado.
(Philip Reno, Aluminium Profits and Caribbean People, en Monthly Review, Nueva York, octubre de 1963, y del mismo autor, El drama de la Guayana Británica. Un pueblo desde la esclavitud a la lucha por el socialismo, en Monthly Review, selecciones en castellano, Bue-
nos Aires, enero-febrero de 1965.). El negocio ya no corría peligro. L a bauxita de Arkansas vale el doble que la bauxita de Guyana. Los Estados Unidos disponen de muy poca bauxita en su territorio; utilizando materia prima ajena y muy barata, producen, en cambio, casi la mitad del aluminio que se elabora en el mundo.
Para abastecerse de la mayor parte de los minerales estratégicos que se consideran de valor crítico para su potencial de guerra, los Estados Unidos dependen de las fuentes extranjeras. «El motor de retropropulsión, la turbina de gas y los reactores nucleares tienen hoy una enorme influencia sobre la demanda de materiales que sólo pueden ser obtenidos en el exterior», díce Magdoff en este sentido'(8 Harry Magdoff, op. cit.).
La imperiosa necesidad de minerales estratégicos, imprescindibles para salvaguardar el poder militar y atómico de los Estados Unidos, aparece claramente vinculada a la compra masiva de tierras, por medios generalmente fraudulentos, en la Amazonia brasileña. En la década del 60, numerosas empresas norteamericanas, conducidas de la mano por aventureros y contrabandistas profesionales, se abatieron en un rush febril sobre esta selva gigantesca. Previamente, en virtud del acuerdo firmado en 1964, los aviones de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos habían sobrevolado y fotografiado toda la región. Habían utilizado equipos de cintilómetros para detectar los yacimientos de minerales radiactivos por la emisión de ondas de luz de intensidad variable, electromagnetómetros para radiografiar el subsuelo rico en minerales no ferrosos y magnetómetros para descubrir y medir el hierro. Los informes y las fotografías obtenidas en el relevamiento de la extensión y la profundidad de las riquezas secretas de la Amazonia fueron puestos en manos de las empresas privadas interesadas en el asunto, gracias a los buenos servicios del Geological Survey del gobierno de los Estados Unidos' (9 Hermano Alves, Aerolotogrametria, en Correio de Manhã. Río de janeiro, 8 de junio de 1967).. En la inmensa región se comprobó la existencia de oro, plata, diamantes, gipsita, hematita, magnetita, tantalio, titanio, torio, uranio, cuarzo, cobre, manganeso, plomo, sulfatos, potasios, bauxita, cinc, circonio, cromo y mercurio. Tanto se abre el cielo desde la jungla virgen de Mato Grosso hasta las llanuras del sur de Goiás que, según deliraba la revista Time en su última edición latinoamericana de 1967, se puede ver al mismo tiempo el sol brillante y media docena de relámpagos de tormentas distintas. El gobierno había ofrecido exoneraciones de impuestos y otras seducciones para colonizar los espacios vírgenes de este universo mágico y salvaje. Según Time, los capitalistas extranjeros habían comprado, antes de 1967, a siete centavos el acre, una superficie mayor que la que suman los territorios de Connecticut, Rhode lsland, Delaware, Massachusetts y New Hampshire, «Debemos mantener las puertas bien abiertas a la inversión extranjera -
decía el director de la agencia gubernamental para el desarrollo de la Amazonia-, porque necesitamos más de lo que podemos obtener.» Para justificar el relevamiento aerofotogramétrico por parte de la aviación norteamericana, el gobierno había declarado, antes, que carecía de recursos. En América Latina es lo normal: siempre se entregan los recursos en nombre de la falta de recursos.
El Congreso brasileño pudo realizar una investigación que culminó con un voluminoso informe sobre el tema (10 Informe de la Comisión Parlamentaria de Investigacio pes sobre la venta de tierras brasileñas a personas físicas o jurídicas extranjeras, Brasilia, 3 de junio de 1968.). En él se enumeran casos de venta o usurpación de tierras por veinte millones de hectáreas, extendidas de manera tan curiosa que, según la comisión investigadora, «forman un cordón para aislar la Amazonia del resto de Brasil». La «explotación clandestina de minerales muy valiosos» figura en el informe como uno de los principales motivos de la avidez norteamericana por abrir una nueva frontera dentro de Brasil. El testimonio del gabinete del Ministerio del Ejército, recogido en el informe, hace hincapié en «el interés del propio gobierno norteamericano en mantener, bajo su control, una vasta extensión de tierras para su utilización ulterior, sea para la explotación de minerales, particularmente los radiactivos, sea como base de una colonización dirigida». El Consejo de Seguridad Nacional afirma: «Causa sospecha el hecho de que las áreas ocupadas, o en vías de ocupación, por elementos extranjeros, coincidan con regiones que están siendo sometidas a campañas de esterilización de mujeres brasileñas por extranjeros.» En efecto, según el diario Correio da Manha, «más de veinte misiones religiosas extranjeras, principalmente las de la Iglesia protestante de Estados Unidos, están ocupando la Amazonia, localizándose en los puntos más ricos en minerales radiactivos, oro y diamantes... Difunden en gran escala diversos anticonceptivos, como el dispositivo intrauterino, y enseñan inglés a los indios catequizados... Sus áreas están cercadas por elementos armados y nadie puede penetrar en ellas» (11 Correio da Manbã, Río de Janeiro, 30 de junio de 1968.) No está de más advertir que la Amazonia es la zona de mayor extensión entre todos los desiertos del planeta habitables por el hombre. El control de la natalidad se puso en práctica en este grandioso espacio vacío, para evitar la competencia demográfica de los muy escasos brasileños que, en remotos rincones de la selva o de las planicies inmensas, viven y se reproducen.
Por su parte, el general Riograndino Kruel afirmó, ante la comisión investigadora del Congreso, que «el volumen de contrabando de materiales que contienen torio y uranio alcanza la cifra astronómica de un millón de toneladas». Algún tiempo antes, en septiembre de 1966, Kruel, jefe de la policía federal, había denunciado «la impertinente y sistemática interferencia» de un cónsul de los Estados Unidos en el proceso abierto contra cuatro ciudadanos norteamericanos acusados de contrabando de minerales atómicos brasileños. A su juicio, que se les hubiera encontrado cuarenta toneladas de mineral radiactivo era suficiente para condenarlos. Poco después, tres de los contrabandistas se fugaron de Brasil misteriosamente. El contrabando no era un fenómeno nuevo, aunque se había intensificado mucho. Brasil pierde cada año más de cien millones de dólares, solamente por la evasión clandestina de diamantes en bruto (12 Paulo R. Schilling, Brasil para extranjeros, Montevideo; 1966).. Pero en realidad el contrabando sólo se hace necesario en medida relativa. Las concesiones legales arrancan a Brasil cómodamente sus más fabulosas riquezas naturales. Por no citar más que otro ejemplo, nueva cuenta de un largo collar, el mayor yacimiento de niobio del mundo, que está en Araxá, pertenece a una filial de la Niobium Corporation, de Nueva York. Del niobio provienen varios metales que se utilizan, por su gran resistencia a las temperaturas altas, para la construcción de reactores nucleares, cohetes y naves espaciales, satélites o simples jets. La empresa extrae también, de paso, junto con el niobio, buenas cantidades de Cántalo, torio, uranio, pirocloro y tierras raras de alta ley mineral.
UN QUÍMICO ALEMÁN DERROTÓ A LOS VENCEDORES DE LA GUERRA DEL PACÍFICO
La historia del salitre, su auge y su caída, resulta muy ilustrativa de la duración ilusoria de las prosperidades latinoamericanas en el mercado mundial: el siempre efímero soplo de las glorias y el peso siempre perdurable de las catástrofes.
A mediados del siglo pasado, las negras profecías de Malthus planeaban sobre el Viejo Mundo. La población europea crecía vertiginosamente y se hacía imprescindible otorgar nueva vida a los suelos cansados para que la producción de alimentos pudiera aumentar en proporción pareja. El guano reveló sus propiedades fertilizantes en los laboratorios británicos; a partir de 1840 comenzó su exportación en gran escala desde la costa peruana. Los alcatraces y las gaviotas, alimentados por los fabulosos cardúmenes de las corrientes que lamen las riberas, habían ido acumulando en las islas y los islotes, desde tiempos inmemoriales, grandes montañas de excrementos ricos en nitrógeno, amoniaco, fosfatos y sales alcalinas: el guano se conservaba puro en las costas sin lluvia de Perú ( I3 Ernst Samhaber, Sudamérica, biografía de un continente, Buenos Aires, 1946.Las aves guaneras son las más valiosas del mundo, escribía Robert Cushman Murphy mucho después del auge, «por su rendimiento en dólares por cada digestión». Están por encima, decía, del ruiseñor de Shakespeare que cantaba en el balcón de Julieta, por encima de la paloma que voló sobre el Arca de Noé y, desde luego, de las tristes golondrinas de Bécquer. (Emilio Romero, Historia económica del Perú, Buenos Aires, 1949.) . Poco después del lanzamiento internacional del guano, la química agrícola descubrió que eran aún mayores las propiedades nutritivas del salitre, y en 1850 ya se había hecho muy intenso su empleo como abono en los campos europeos. Las tierras del viejo conti-
nente dedicadas al cultivo del trigo, empobrecidas por la erosión, recibían ávidamente los cargamentos de nitrato de soda provenientes de las salitreras perua-
nas de Tarapacá y, luego, de la provincia boliviana de Antofagasta (14 Óscar Bermúdez, Historia del salitre desde sus orígenes basta la Guerra del Pacífico, Santiago de Chile, 1963.)..Gracias al salitre y al guano, que yacían en las costas del Pacífico «casi al alcance de los barcos que venían a buscarlos» (15 José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, Montevideo, 1970.) el fantasma del hambre se alejó de Europa.
La oligarquía de Lima, soberbia y presuntuosa como ninguna, continuaba enriqueciéndose a manos llenas y acumulando símbolos de su poder en los palacios y los mausoleos de mármol de Carrara que la capital erguía en medio de los desiertos de arena. Antiguamente, las grandes familias limeñas habían florecido a costa de la plata de Potosí, y ahora pasaban a vivir de la mierda de los pájaros y del grumo blanco y brillante de las salitreras. Perú creía que era independiente, pero Inglaterra había ocupado el lugar de España. «El país se sintió rico ---
escribía Mariátegui-. El Estado usó sin medida de su crédito. Vivió en el derroche, hipotecando su porvenir a las finanzas inglesas.» En 1868, según Romero, los gastos y las deudas del Estado ya eran mucho mayores que el valor de las ventas al exterior. Los depósitos de guano servían de garantía a los empréstitos británicos, y Europa jugaba con los precios; la rapiña de los exportadores hacía estragos: lo que la naturaleza había acumulado en las islas a lo largo de milenios se malbarataba en pocos años. Mientras tanto, en las pampas salitreras, cuenta Bermúdez, los obreros sobrevivían en chozas «miserables, apenas más altas que el hombre, hechas con piedras, cascotes de caliche y barro, de un solo recinto».
La explotación del salitre rápidamente se extendió hasta la provincia boliviana de Antofagasta, aunque el negocio no era boliviano sino peruano y, más que peruano, chileno. Cuando el gobierno de Bolivia pretendió aplicar un impuesto a las salitreras que operaban en su suelo, los batallones del ejército de Chile invadieron la provincia para no abandonarla jamás. Hasta aquella época, el desierto había oficiado de zona de amortiguación para los conflictos latentes entre Chile, Perú y Bolivia. El salitre desencadenó la pelea. La guerra del Pacífico estalló en 1879 y duró hasta 1883. Las fuerzas armadas chilenas; que ya en 1879 habían ocupado también los puertos peruanos de la región del salitre, Patillos, Iquique, Písagua, Junin, entraron por fin victoriosas en Lima, y al día siguiente la fortaleza del Callao se rindió. La derrota provocó la mutilación y la sangría de Perú. La economía nacional perdió sus dos principales recursos, se paralizaron las fuerzas productivas, cayó la moneda, se cerró el crédito exterior.
El colapso no trajo consigo advertía Mariátegui, una liquidación del pasado: la estructura de la economía colonial permaneció invicta, aunque le faltaban sus fuentes de sustentación. (16 Perú perdió la provincia salitrera de Tarapacá y algunas importantes islas guaneras, pero conservó los yacimientos de guano de la costa norte. El guano seguía siendo el fertilizante principal de la agricultura peruana, hasta que a partir de 1960 el auge de la harina de pescado aniquiló a los alcatraces y a las gaviotas. Las empresas pesqueras, en su mayoría norteamericanas, arrasaron rápidamente los bancos de anchovetas cercanos a la cesta, para alimentar con harina peruana a los cerdos y las aves de Estados Unidos y Europa, y los pájaros guaneras salían a perseguir a los pescadores, cada vez más lejos, mar afuera. Sin resistencia para el regreso.
caían al mar. Otros no se ¡han, y así podían verse, en 1962 y en 1963, las bandadas de alcatraces persiguiendo comida por la avenida principal de Lima: cuando ya no podían levantar vuelo; los alcatraces quedaban muertos en las calles.
Bolivia, por su parte, no se dio cuenta de lo que había perdido con la guerra: la mina de cobre más importante del mundo actual, Chuquicamata, se encuentra precisamente en la provincia, ahora chilena, de Antofagasta. Pero, ¿y los triunfadores? El salitre y el yodo sumaban el cinco por ciento de las rentas del Estado chileno en 1880; diez años después, más de la mitad de los ingresos fiscales provenían de la exportación de nitrato desde los territorios conquistados. En el mismo período las inversiones inglesas en Chile se triplicaron con creces: la región del salitre se convirtió en una factoría británica (17 Hernán Ramírez Necochea, Historia del imperialismo en Cbile, Santiago de Chále, 1960.). Los ingleses se apoderaron del salitre utilizando procedimientos nada costosos. El gobierno de Perú había expropiado las salitreras en 1875 y las había pagado con bonos; la guerra abatió el valor de estos documentos, cinco años después, a la décima parte. Algunos aventureros audaces, como John Thomas North y su socio Robert Harvey, aprovecharon la coyuntura. Mientras los chilenos, los peruanos y los bolivianos intercambiaban balas en el campo de batalla, los ingleses se dedicaban a quedarse con los bonos, gracias a los créditos que el Banco de Valparaíso y otros bancos chilenos les proporcionaban sin dificultad alguna. Los soldados estaban peleando para ellos, aunque no lo sabían. El gobierno chileno recompensó inmediatamente el sacrificio de North, Harvey, Inglis, James, Bush, Robertson y otros laboriosos hombres de empresa: en 1881 dispuso la devolución de las salitreras a sus legítímos dueños, cuando ya la mitad de los bonos había pasado a las manos brujas de los especuladores británicos. No había salido ni un penique de Inglaterra para financiar este despojo.
Al abrirse la década del 90, Chile destinaba a Inglaterra las tres cuartas partes de sus exportaciones, y de Inglaterra recibía casi la mitad de sus importaciones; su dependencia comercial era todavía mayor que la que por entonces padecía la India.
La guerra había otorgado a Chile el monopolio mundial de los nitratos naturales, pero el rey del salitre era John Thomas North. Una de sus empresas, la Liverpool Nitrate Company, papaba dividendos del cuarenta por ciento. Este personaje había desembarcado en el puerto de Valparaíso, en 1866, con sólo diez libras esterlinas en el bolsillo de su viejo traje lleno de polvo; treinta años después, los príncipes y los duques, los políticos más prominentes y los grandes industriales se sentaban a la mesa de su mansión en Londres. North se había inventado un título de coronel y se había afiliado, como correspondía a un caballero de sus quilates, al Partido Conservador y a la Logia Masónica de Kent Lord Derchester, Lord Randolph Churchill y el Marqués de Stockpole asistían a sus fiestas extravagantes, en las que North bailaba disfrazado de Enrique VIII (18 Hernán Ramírez Necochea, 9a!maceda y fa contrarrevolución de 1891, Santiago de Chile, 1969.). Mientras tanto, en su lejano reino del salitre, los obreros chilenos no conocían el descanso de los domingos, trabajaban hasta dieciséis horas por día y cobraban sus salarios con fichas que perdían cerca de la mitad de su valor en las pulperías de las empresas.
Entre 1886 y 1890, bajo la presidencia de José Manuel Balmaceda, el Estado chileno realizó, dice Ramírez Necochea, «los planes de progreso más ambiciosos de toda su historia». Balmaceda impulsó el desarrollo de algunas industrias, ejecutó importantes obras públicas, renovó la educación, tomó medidas para romper el monopolio de la empresa británica de ferrocarriles en Tarapacá y contrató con Alemania el primer y único empréstito que Chile no recibió de Inglaterra en todo el siglo pasado. En 1888 anunció que era necesario nacionalizar los distritos salitreros mediante la formación de empresas chilenas, y se negó a vender a los ingleses las tierras salitreras de propiedad del Estado. Tres años más tarde estalló la guerra civil.
North y sus colegas financiaron con holgura a los rebeldes y los barcos británicos de guerra bloquearon la costa de Chile, mientras en Londres la prensa bramaba contra Balmaceda, «dictador de la peor especie», «carnicero». Derrotado, Balmaceda se suicidó. El embajador inglés informó al Foreign Office: «La comunidad británica no hace secretos de su satisfacción por la caída de Balmaceda, cuyo triunfo, se cree, habría implicado serios perjuicios a los intereses comerciales británicos.» De inmediato se vnieron abajo las inversiones estatales en caminos, ferrocarriles, colonización, educación y obras públicas, a la par que las empresas británicas extendían sus dominios.(19 El congreso encabezaba la oposición al presidente, y era notoria la debilidad que muchos de sus miembros sentían por las libras esterlinas. El soborno de chilenos era, según los ingleses, «una costumbre del país», Así lo definió en 1897 Robert Harvey, el socio de North, durante el juicio que algunos pequeños accionistas entablaron cohtra él y otros directores de The Nitrate Railways Co. Explicando el desembolso de cien mil libras con fines de soborno, dijo Harvey: ,La administración pública en Chile, como usted sabe, es muy corrompida... No digo que sea necesario cohechar jueces, pero creo que muchos miembros del Senado, escasos de recursos, sacaron algún beneficio de parte de ese dinero a cam-
bio de sus votos; y que sirvió para impedir que el gobierno se negara en absoluto a oír nuestras protestas y reclamaciones.. » (Hernán Ramírez N'ecocbea, op. cit.) En vísperas de la primera guerra mundial, dos tercios del ingreso nacional de Chile provenían de la exportación de los nitratos, pero la pampa salitrera era más ancha y ajena que nunca. La prosperidad no había servido para desarrollar y diversificar el país, sino que había acentuado, por el contrario, sus deformaciones estructurales. Chile funcionaba como un apéndice de la economía británica: el más importante proveedor de abonos del mercado europeo no tenía derecho a la vida propia. Y entonces un químico alemán derrotó, desde su laboratorio, a los generales que habían triunfado, años atrás, en los campos de batalla. El perfeccionamiento del proceso Haber-Bosch para producir nitratos fijando el nitrógeno del aire, desplazó al salitre definitivamente y provocó la estrepitosa caída de la economía chilena. La crisis del salitre fue la crisis de Chile, honda herida, porque Chile vivía del salitre y para el salitre -y el salitre estaba en manos extranjeras.
En el reseco desierto de Tamarugal, donde los resplandores de la tierra le queman a uno los ojos, he sido testigo del arrasamiento de Tarapacá. Aquí había ciento veinte oficinas salitreras en la época del auge, y ahora sólo queda una en funcionamiento.
En la pampa no hay humedad ni polillas, de modo que no sólo se vendieron las máquinas como chatarra, sino también las tablas de pino de Oregón de las mejores casas, las planchas de calamina y hasta los pernos y los clavos intactos. Surgieron obreros especializados en desarmar pueblos: eran los únicos que conseguían trabajo en estas inmensidades arrasadas o abandonadas. He visto los escombros y los agujeros, los pueblos fantasmas, las vías muertas de la Nitrate Railways, los hilos ya mudos de los telégrafos, los esqueletos de las oficinas salitreras despedazadas por el bombardeo de los años, las cruces de los cementerios que el viento frío golpea por las noches, los cerros blanquecinos que los desperdicios del caliche habían ido irguiendo junto a las excavaciones. «Aquí corría el dinero y todos creían que no se terminaría nunca», me han contado los lugareños que sobreviven. El pasado parece un paraíso por oposición al presente, y hasta los domingos, que en 1889 todavía no existían para los trabajadores, y que luego fueron conquistados a brazo partido por la lucha gremial, se recuerdan con todos los fulgores: «Cada domingo en la pampa salitrera -me contaba un viejo muy viejo- era para nosotros una fiesta nacional, un nuevo dieciocho de septiembre cada semana.» Iquique, el mayor puerto del salitre, «puerto de primera» según su galardón oficial, había sido el escenario de más de una matanza de obreros, pero a su teatro municipal, de estilo belle époque, llegaban los mejores cantantes de la ópera europea antes que a Santiago.
DIENTES DE COBRE SOBRE CHILE El cobre no demoró mucho en ocupar el lugar del salitre como viga maestra de la economía chilena, al tiempo que la hegemonía británica cedía paso al dominio de los Estados Unidos. En vísperas de la crisis del 29 las inversiones norteamericanas en Chile ascendían ya a más de cuatrocientos millones de dólares, casi todos destinados a la explotación y el transporte del cobre. Hasta la victoria electoral de las fuerzas de la Unidad Popular en 1970, los mayores yacimientos del metal rojo continuaban en manos de la Anaconda Copper Mining Co. y la Kennecott Copper Co., dos empresas íntimamente vinculadas entre sí como partes de un mismo consorcio mundial. En medio siglo, ambas habían remitido cuatro mil millones de dólares desde Chile a sus casas matrices, caudalosa sangre evadida por diversos conceptos, y habían realizado como contrapartida, según sus propias cifras infladas, una inversión total que no pasaba de ochocientos millones, casi todos prevenientes de las ganancias arrancadas al país (20 Las mismas empresas industrializaban el mineral chileao en sus fábricas lejanas. Anaconda Americ an Brass, Anaconda Wire and Cable y Kennecott Wire and Cable figuran entre las principalès fábricas de bronce y alambre del mundo entero. José Cademartori, La economia chilena, Santiago de Chile, 1968).. La hemorragia había ido aumentando a medida que la producción crecía, hasta superar los cien millones de dólares por año en los últimos tiempos. Los dueños del cobre eran los dueños de Chile. El lunes 21 de diciembre del 70, Salvador Allende habla desde el balcón del palacio de gobierno a una multitud fervorosa; anuncia que ha firmado el proyecto de reforma constitucional que hará posible la nacionalización de la gran minería. En 1969, dice, la Anaconda ha logrado en Chile utilidades por 79 millones de dólares, que equivalen al ochenta por ciento de sus ganancias en todo el mundo: y sin embargo, agrega, la Anaconda tiene en Chile menos de la sexta parte de sus inversiones en el exterior. La guerra bacteriológica de la derecha, planificada campaña de propaganda destinada a sembrar el terror para evitar la nacionalización del cobre y las demás reformas de estructura anunciadas desde la izquierda, había sido tan intensa como en las elecciones anteriores. Los diarios habían exhibido pesados tanques soviéticos rodando ante el palacio presidencial de La Moneda; sobre las paredes de Santiago los guerrilleros barbudos aparecían arrastrando jóvenes inocentes rumbo a la muerte; se escuchaba el timbre de cada casa, una señora explicaba: «¿Tiene usted cuatro niños? Dos irán a la Unión Soviética y dos a Cuba.» Todo resultó inútil: el cobre «se pone poncho y espuelas», anuncia el presidente Allende: el cobre vuelve a ser chileno.
Los Estados Unidos, por su parte, con las piernas presas en la trampa de las guerras del sudeste asiático, no han ocultado el malestar oficial ante la marcha de los acontecimientos en el sur de la cordillera de los Andes. Pero Chile no está al alcance de una súbita expedición de marines, y al fin y al cabo Allende es presidente con todos los requisitos de la democracia representativa que el país del norte formalmente predica. El imperialismo atraviesa las primeras etapas de un nuevo ciclo crítico, cuyos signos se han hecho claros en la economía; su función de policía mundial se hace cada vez más cara y más difícil. ¿Y la guerra de precios? La producción chilena se vende ahora en mercados diversos y puede abrir amplios mercados nuevos entre los países socialistas; los Estados Unidos carecen de medios para bloquear, a escala universal, las ventas del cobre que los chilenos se disponen a recuperar. Muy distinta era, por cierto, la situación del azúcar cubana doce años atrás, destinada enteramente al mercado norteamericano y por entero dependiente de los precios norteamericanos. Cuando Eduardo Frei ganó las elecciones del 64, la cotización del cobre subió de inmediato con visible alivio; cuando Allende ganó las del 70, el precio, que ya venía bajando, declinó aún más.
Pero el cobre, habitualmente sometido a muy agudas fluctuaciones de precios, había gozado de precios considerablemente altos en los últimos años y como la demanda excede a la oferta, la escasez impide que el nivel caiga muy abajo. A pesar de que el alumínio ha ocupado en gran medida su lugar como conductor de electricidad, el aluminio también requiere cobre, y en cambio no se han encontrado sucedáneos más baratos y eficaces para desplazarlo de la industria del acero ni de la química, y el metal rojo sigue siendo la materia prima principal de las fábricas de pólvora, latón y alambre(21 R. J. Grant-Suttie, Sucedáneos del cobre, en Finanzas y Desarrollo, revista del FMI y el BIRF, Washington, junio de 1969..) Todo a lo largo de las faldas de la cordillera, Chile posee las mayores reservas de cobre del mundo, una tercera parte del total hasta ahora conocido. El cobre chileno aparece por lo general asociado a otros metales, como oro, plata o molibdeno. Esto resulta un factor adicional para estimular su explotación. Por lo demás, los obreros chilenos son baratos para las empresas: con sus bajísimos costos de Chile, la Anaconda y la Kennecott financian con creces sus altos costos en Estados Unidos, del mismo modo que el cobre chileno paga, por la vía de los «gastos en el exterior», más de diez millones de dólares por año para el mantenimiento de las oficinas en Nueva York. El salario promedio de las minas chilenas apenas alcanzaba, en 1964, a la octava parte del salario básico en las refinerías de la Kennecott en los Estados Unidos, pese a que la productividad de unos y otros obreros estaba al mismo nivel (22 Mario Vera y Elmo Catalán, La encrucijada del cobre. Santiago de Chile, 1965.). No eran iguales, en cambio, ni lo son, las condiciones de vida. Por lo general, los mineros chilenos viven en camarotes estrechos y sórdidos, separados de sus familias, que habitan casuchas miserables en las afueras; separados también, claro está, del personal extranjero, que en las grandes minas habita un universo aparte, minúsculos estados dentro del Estado, donde sólo se habla inglés y hasta se editan periódicos para su uso exclusivo.
La productividad obrera ha ido aumentando, en Chile, a medida que las empresas han mecanizado sus medios de explotación. Desde 1945, la producción de cobre ha aumentado en un cincuenta por ciento, pero la cantidad de trabajadores ocupados en las minas se ha reducido en una tercera parte.
La nacionalización pondrá fin a un estado de cosas que se había hecho insoportable para el país, y evitará que se repita, con el cobre, la experiencia de saqueo y caída en el vacío que sufrió Chile en el ciclo del salitre. Porque los impuestos que las empresas pagan al Estado no compensan en modo alguno el agotamiento inflexible de los recursos minerales que la naturaleza ha concedido pero que no renovará. Por lo demás, los impuestos han disminuido, en términos relativos, desde que en 1955 se estableció el sistema de la tributación decreciente de acuerdo con los aumentos de la producción, y desde la «chilenización» del cobre dispuesta por el gobierno de Frei. En 1965 Freí convirtió al Estado en socio de la Kennecott y permitió a, las empresas poco menos que triplicar sus ganancias a través de un régimen tributario muy favorable para ellas. Los gravámenes se aplicaron, en el nuevo régimen, sobre un precio promedio de 29 centavos de dólar por libra, aunque el precio se elevó, empujado por la gran demanda mundial, hasta los setenta centavos. Chile perdió, por la diferencia de impuestos entre el precio ficticio y el precio real, una enorme cantidad de dólares, como lo reconoció el propio Radomiro Tomic, el candidato elegido por la Democracia Cristiana para suceder a Freí en el período siguiente. En 1969, el gobierno de Freí pactó con la Anaconda un acuerdo para comprarle el 51 por ciento de las acciones en cuotas semestrales, en condiciones tales que desataron un nuevo escándalo político y dieron mayor impulso al crecimiento de las fuerzas de izquierda. El presidente de la Anaconda había dicho previamente al presidente de Chile, según la versión divulgada por la prensa: «Excelencia: los capitalistas no conservan los bienes por motivos sentimentales, sino por razones económicas. Es corriente que una familia guarde un ropero porque perteneció a un abuelo; pero las empresas no tienen abuelos. Anaconda puede vender todos sus bienes. Sólo depende del precio que le paguen.» LOS MINEROS DEL ESTAÑO, POR DEBAJO Y POR ENCIMA DE LA TIERRA Hace poco menos de un siglo, un hombre medio muerto de hambre peleaba contra las rocas en medio de las desolaciones del altiplano de Bolivia. La dinamita estalló. Cuando él se acercó a recoger los pedazos de piedra triturados por la explosión, quedó deslumbrado. Tenía, en las manos, trozos fulgurantes de la veta de estaño más rica del mundo. Al amanecer del día siguiente, montó a caballo rumbo a Huanuni. El análisis de las muestras confirmó el valor del hallazgo. El estaño podía marchar directamente de la veta al puerto, sin necesidad de sufrir ningún proceso de concentración. Aquel hombre se convirtió en el rey del estaño, y cuando murió, la revista Fortune afirmó que era uno de los diez multimillonarios más multimillonarios del planeta. Se llamaba Simón Patiño. Desde Europa, durante muchos años alzó y derribó a los presidentes y a los ministros de Bolivia, planificó el hambre de los obreros y organizó sus matanzas, ramificó y extendió su fortuna personal: Bolivia era un país que existía a su servicio.
A partir de las jornadas revolucionarias de abril de 1952, Bolivia nacionalizó el estaño. Pero ya para entonces, aquellas minas riquísimas se habían vuelto pobres. En el cerro Juan del Valle, donde Patiño había descubierto el fabuloso filón, la ley del estaño se ha reducido ciento veinte veces. De las 156 mil toneladas de roca que salen mensualmente por las bocaminas sólo se recuperan cuatrocientas. Las perforaciones ya suman, en kilómetros, una distancia dos veces mayor que la que separa a la mina de la ciudad de La Paz: el cerro es, por dentro, un hormiguero agujereado por infinitas galerías, pasadizos, túneles y chimeneas. Va camino de convertirse en una cáscara vacía. Cada año pierde un poco más de altura, y el lento derrumbamiento le va carcomiendo la cresta: parece, de lejos, una muela cariada.
Antenor Patiño no sólo cobró una indemnización considerable por las minas que su padre había exprimido, sino que mantuvo, además, el control del precio y del destino del estaño expropiado. Desde Europa, no cesaba de sonreír. «Mister Patiño es el afable rey del estaño boliviano», seguirían diciendo las crónicas sociales muchos años después de la nacionalización. Porque la nacionalización, conquista fundamental de la revolución del 52, no había modificado el papel de Bolivia en la división internacional del trabajo. Bolivia continuó exportando el mineral en bruto, y casi todo el estaño se refina todavía en los hornos de Liverpool de la empresa Williams, Harvey and Co., que pertenece a Patiño. La nacionalización de las fuentes de producción de cualquier materia prima no es, como lo enseña la dolorosa experiencia, suficiente. Un país puede seguir tan condenado a la impotencia como siempre, aunque se haya hecho nominalmente dueño de su subsuelo. Bolivia ha producido, todo a lo largo de su historia, minerales en bruto y discursos refinados. (23 El New York Times del 13 de agosto de 1969 lo definía en esos términos, al describir en éxtasis las vacaciones del duque y la duquesa de Windsor en el castillo del siglo xvi que Patino posee en los alrededores de Lisboa. «Nos gusta dar a los sirvientes algo de calma y de paz», confesaba la señora, mientras explicaba a Charlotte Curtis su programa del día.
Después, es el tiempo de las vacaciones de montaña en Suiza; los fotógrafos y los periodistas se abalanzaban sobre los condes y los artistas de moda en Saint Moritz. Una millonaria de cincuenta años acaba de perder a su segundo marido, vicepresidente de la Ford, y sonríe ante los flashes: anuncia su próximo matrimonio con un jovencito que la toma del brazo y mira con ojos asustados. Al lado, otra pareja del gran mundo. Él es un hombre de baja estatura y rasgos de indio; cejas espesas, ojos duros, nariz aplastada, pómulos salientes. Antenor Patiño continúa pareciendo boliviano. En una revista, Antenor aparece disfrazado de príncipe oriental, con turbante y todo, entre varios príncipes auténticos que se han reunido en el palacio del barón Alexis de Rédé: la princesa Margarita de Dinamarca, el príncipe Enrique, María Pía de Saboya y su primo el príncipe Miguel de BorbónPartna, el príncipe Lobckowitz y otros trabajadores.) Abundan la retórica y la miseria; desde siempre, los escritores cursis y los doctores de levita se han dedicado a absolver a los culpables. De cada diez bolivianos, seis no saben, todavía, leer; la mitad de los niños no concurre a la escuela. Recién en 1971, Bolivia ha de tener en funcionamiento su propia fundición nacional de estaño, levantada en Oruro al cabo de una historia infinita de traiciones, sabotajes, intrigas y sangre derramada . Este país que no había podido, hasta ahora, producir sus propios lingotes, se da el lujo, en cambio, de contar con ocho facultades de derecho destinadas a la fabricación de vampiros de indios. (24 Cuando el general Alfredo Ovando anunció, en julio de 1966, que se había llegado a un acuerdo con la empresa alemana Klochner para instalar los hornos estatales, dijo que tendrían un nuevo destino «esas pobres minas que solamente han servido, hasta ahora, para abrir socavones en los pulmones de nuestros hermanos mineros». Esos hombres que dan su vida por el mineral, escribía Sergio Àlmaraz (El poder y la caída. Es estaño en la historia de Bolivia, La PazCochabamba, 1967), «no lo poseen. Nunca lo poseyeron; ni antes ni después de 1952. Porque lo que sucede es que el estaño nada vale en cuanto a aprovechamiento inmediato si no es bajo el brillante aspecto de un lingote. El mineral, polvo pesado de terroso aspecto, ciertamente no sirve para nada que no sea para volcarlo en la boca de un horno».
Almaraz contó la historia de un industrial, Mariano Peró, que libró una guerra solitaria, a lo largo de más de treinta años, para que el estaño boliviano se refinara en Oruro y no en Liverpool. En 1946, pocos días después de la caída del presidente nacionalista Gualberto Villarroel, Peró entró en el Palacio Quemado. Iba a recoger dos lingotes de estaño. Eran los primeros lingotes producidos en su fundición de Oruro, y ya no tenía sentido que aquel par de símbolos; que encarnaban a la nación, continuaran adornando el escritorio del presidente de la república. Villarroel había sido ahorcado en un farol de la Plaza Murillo y el poder de la rosca oligárquica era restaurado a partir de su caída. Maríano Peró recogió los lingotes y se fue con ellos. Estaban manchados de sangre seca.
Cuentan que hace un siglo el dictador Mariano Melgarejo obligó al embajador de Inglaterra a beber un barril entero de chocolate, en castigo por haber despreciado un vaso de chicha. El embajador fue paseado en burro, montado al revés, por la calle principal de La Paz. Y fue devuelto a Londres. Dicen que entonces la reina Victoria, enfurecida, pidió un mapa de América del Sur, dibujó una cruz de tiza sobre Bolivia y sentenció: «Bolivia no existe.» Para el mundo, en efecto, Bolivia no existía ni existió después: el saqueo de la plata y, posteriormente, el despojo del estaño no han sido más que el ejercicio de un derecho natural de los países ricos. Al fin y al cabo, el envase de hojalata identifica a los Estados Unidos tanto como el emblema del águila o el pastel de manzana. Pero el envase de hojalata no es solamente un símbolo pop de los Estados Unidos: es también un símbolo, aunque no se sepa, de la silicosis en las minas de Siglo XX o Huanuni: la hojalata contiene estaño, y los mineros bolivianos mueren con los pulmones podridos para que el mundo pueda consumir estaño barato. Media docena de hombres fija su precio mundial. ¿Qué significa, para los consumidores de conservas o los manipuladores de la bolsa, la dura vida del minero en Bolivia? Los norteamericanos compran la mayor parte del estaño que se refina en el planeta: para mantener a raya los precios, periódicamente amenazan con lanzar al mercado sus enormes reservas de mineral, compradas muy por debajo de su cotización, a precios de «contribución democrática», en los años de la segunda guerra mundial. Según los datos de la FAO, el ciudadano medio de los Estados Unidos consume cinco veces más carne y leche y veinte veces más huevos que un habitante de Bolivia. Y los mineros están muy por debajo del bajo promedio nacional. En el cementerio de Catavi, donde los ciegos rezan por los muertos a cambio de una moneda, duele encontrar, entre las lápidas oscuras de los adultos, una innumerable cantidad de cruces blancas sobre las tumbas pequeñas. De cada dos niños nacidos en las minas, uno muere poco tiempo después de abrir los ojos. El otro, el que sobrevive, será seguramente minero cuando crezca. Y antes de llegar a los treinta y cinco años, ya no tendrá pulmones.
El cementerio cruje. Por debajo de las tumbas, han sido cavados infinitos túneles, socavones de boca estrecha donde apenas caben los hombres que se introducen, como vizcachas, a la búsqueda del mineral. Nuevos yacimientos de estaño se han acumulado en los desmontes a lo largo de los años; toneladas de residuos sobre residuos han sido volcadas en gigantescas moles grises que han sumado, así, estaño al estaño del paisaje. Cuando cae la lluvia, que se arroja con violencia desde las nubes próximas, uno ve a los desocupados agacharse a lo largo de las calzadas de tierra de Llallagua, donde los hombres se emborrachan desesperadamente en las chicherías: van recogiendo y calibrando las cargas de estaño que la lluvia arrastra consigo. Aquí, el estaño es un dios de lata que reina sobre los hombres y las cosas, y está presente en todas partes. No sólo hay estaño en el vientre del viejo cerro de Patiño. Hay estaño, delatado por el brillo negro de la casiterita, hasta en las paredes de adobe de los campamentos. También tiene estaño la lama amarillenta que avanza arrastrando los desperdicios de la mina y lo tienen las aguas que fluyen, envenenadas, desde la montaña; se encuentra estaño en la tierra y en la roca, en la superficie y en el subsuelo, en las arenas y en las piedras del cauce del río Seco. En estas tierras áridas y pedregosas, a casi cuatro mil metros de altura, donde no crece el pasto y donde todo, hasta la gente, tiene el oscuro color del estaño, los hombres sufren estoicamente su obligado ayuno y no conocen la fiesta del mundo. Viven en los campamentos, amontonados en casas de una sola pieza de piso de tierra; el viento cortante se cuela por las rendijas. Un informe universitario sobre la mina de Colquiri revela que de cada diez varones jóvenes encuestados, seis duermen en la misma cama con sus hermanas, y agrega: «Muchos padres se sienten molestos cuando sus hijos los observan durante el acto sexual.» No hay baños; las letrinas son pequeños cobertizos públicos tapados de inmundicia y moscas: la gente prefiere los cenizales, baldíos abiertos, donde al menos circula el aire a pesar de la basura y los excrementos acumulados y de los cerdos que retozan felices. También es colectivo el servicio de agua: hay que esperar el momento en que el agua llega y apurarse, hacer la cola, recoger el agua de la pila pública en latas de gasolina o en tinajas. La comida es escasa y fea. Consiste en papas, fideos, arroz, chuño, maíz molido y algo de carne dura.
Estábamos muy en lo hondo del cerro Juan del Valle. El aullido penetrante de la sirena. que llamaba a los trabajadores de la primera ,punta, había resonado en el campamento varias horas antes. Recorriendo galerías, habíamos pasado del calor tropical al frío polar y nuevamente al calor, sin salir, durante horas, de una misma atmósfera envenenada. Aspirando aquel aire espeso -humedad, gases, polvo, humo---, uno podía comprender por qué los mineros pierden, en pocos años, los sentidos del olfato y el sabor. Todos masticaban, mientras trabajaban, hojas de coca con ceniza, y esto también formaba parte de la obra de aniquilación, porque la coca, como se sabe, al adormecer el hambre y enmascarar la fatiga, va apagando el sistema de alarmas con que cuenta el organismo para seguir vivo.
Pero lo peor era el polvo. Los cascos guardatojos irradiaban un revoloteo de círculos de luz que salpicaban la gruta negra y dejaban ver, a su paso, cortinas de blanco polvo denso: el implacable polvo de sílice. El mortal aliento de la tierra va envolviendo poco a poco. Al año se sienten los primeros síntomas, y en diez años se ingresa al cementerio. Dentro de la mina se usan perforadoras suecas último modelo, pero los sistemas de ventilación y las condiciones de trabajo no han mejorado con el tiempo. En la superficie, los trabajadores independientes usan picota y pesados combos de doce libras para pelear contra la roca, exactamente igual que hace cien años, y quimbaletes, cribas y cernidores para concentrar el mineral en la canchamina. Ganan centavos y trabajan como bestias. Sin embargo, muchos de ellos tienen, al menos, la ventaja del aire libre. Dentro de la mina, en cambio, los obreros son presos condenados, sin apelación, a la muerte por asfixia.
Había cesado va el estrépito de los barrenos y los obreros hacían una pausa mientras aguardábamos la explosión de más de veinte cargas de dinamita y anfo.
La mina también brinda muertes rápidas y sonoras: alcanza con equivocarse al contar las detonaciones, o con que la mecha demore más de lo debido en arder.
Alcanza también con que una roca floja, un tojo, se desprenda sobre el cráneo. O alcanza con el infierno de la metralla: la noche de san Juan de 1967 fue la última cuenta de un largo rosario de matanzas. En la madrugada los soldados tomaron posición en las colinas, rodilla en tierra, y arrojaron un huracán de balas sobre los campamentos iluminados por las fogatas de la fiesta (25 «Cuando me siento, borracho estoy.Tres, cuatro, veo a la gente No puedo comer solo. Una huahua soy, pues. Un niño » Saturnino Condori, viejo albañil del campamento minero de Siglo XX, está tendido desde hace más de tres años en una cama del hospital de Catavi. Es una de las víctimas de la matanza de la noche de san Juan, en 1967. Ni siquiera había festejado nada. Por trabajar el sábado 24, le habían ofrecido pagarle triple, así que decidió no sumergirse, a diferencia de todos los demás, en el delirio de la chicha y la farra. Se acostó temprano. Esa noche soñó con que un caballero le arrojaba espinas al cuerpo: «Espinas grandes me ha empujado». Se despertó varias veces, porque la lluvia de balas se desencadenó sobre el campamento desde las cinco de la mañana. «Mi cuerpo se ha deshecho, se ha descomponido, medio templación me ha agarrado, y yo asustado, y yo asustado, así, he estado. Mi señora me ha dicho: anda, escápate. Pero yo ¿qué había hecho? A ninguna parte no he salido. Andate, andate, me ha dicho. Tiroteos había de noche, qué será eso, qué será, pap-pap-
pap-pap-pap. Y yo mismo despertando y durmiendo así de a ratos, y ni asimismo me he escapado, mi señora me ha dicho: pues andate, pues andate, escapa. Qué me van a hacer, le digo, yo soy un albañil particular, qué me van a hacer.» Se despertó a eso de las ocho de la mañana. Se irguió sobre la cama. La bala atravesó el techo, atravesó el sombrero de su mujer y se le metió en el cuerpo y le reventó la columna vertebral.). Pero la muerte lenta y callada constituye la especialidad de la mina. El vómito de sangre, la tos, la sensación de un peso de plomo sobre la espalda y una aguda opresión en el pecho son los signos que la anuncian. Después del análisis médico vienen los peregrinajes burocráticos de nunca acabar. Dan un plazo de tres meses para desalojar la casa.
Ya había cesado el estrépito de los barrenos y pronto la explosión atraparía aquella escurridiza veta de color café y forma de víbora. Entonces pudimos hablar.
El bulto de la coca hinchaba la mejilla de cada obrero y por las comisuras de los labios corrían los chorros verdosos. Un minero pasó, apurado, chapoteando barro por entre los rieles de la galería. «Ese es un nuevo», me dijeron. «¿Has visto? Con su pantalón del ejército y su chomba amarilla se ve tan joven. Ha entrado ahorita y cómo trabaja. Todavía es un hacha. Todavía no siente.» Los tecnócratas y los burócratas no mueren de silicosis, pero viven de ella. El gerente general de la COMIBOL, Corporación Minera Boliviana, gana cien veces más que un obrero. Desde un barranco que cae a pico hacia el cauce del río, en el límite de Llallagua, puede verse la pampa de María Barzola. Se llama así en homenaje a la militante obrera que hace treinta años cayó, al frente de una manifestación, con la bandera de Bolivia cosida al cuerpo por las ráfagas de las ametralladoras. Y más allá de la pampa de María Barzola puede verse la mejor cancha de golf de toda Bolivia: es la que usan los ingenieros y los principales funcionarios de Catavi. El dictador René Barrientos había reducido a la mitad los salarios de hambre de los mineros, en 1964, y al mismo tiempo había elevado las retribuciones de los técnicos y los burócratas prominentes. Los sueldos del personal superior son secretos. Secretos y en dólares. Hay un todopoderoso grupo asesor, formado por técnicos del Banco Interamericano de Desarrollo, la Alianza para el Progreso y la banca extranjera acreedora, cuyos consejos orientan a la minería nacionalizada de Bolivia, de tal manera que, a esta altura, la COMIBOL, convertida en un Estado dentro del Estado, constituye una propaganda viva contra la nacionalización de cualquier cosa. El poder de la vieja rosca oligárquica ha sido sustituido por el poder de los numerosísimos miembros de una «nueva clase» que ha dedicado sus mejores, esfuerzos a sabotear por dentro a la minería estatal. Los ingenieros no sólo torpedearon todos los proyectos y planes destinados a la creación de una fundición nacional, sino que, además, han contribuido a que las minas del Estado quedaran encerradas en los límites de los viejos yacimientos de Patiño, Aramayo y Hochschild, en acelerado proceso de agotamiento de reservas. Entre fines de 1964 y abril de 1969, el general Barrientos rompió la barrera del sonido en la entrega de los recursos del subsuelo boliviano al capital imperialista, con la complicidad abierta de los técnicos y los gerentes. Sergio Almaraz ha contado, en uno de sus libros (26 Sergio Almaraz Paz, op. cit.), la historia de la concesión de los desmontes de estaño a la International Mining Processing Co. Con un capital declarado de apenas cinco mil dólares, la empresa de tan pomposo nombre obtuvo un contrato que le permitirá ganar más de novecientos millones.
DIENTES DE HIERRO SOBRE BRASIL
Los Estados Unidos pagan más barato el hierro que reciben de Brasil o Venezuela que el hierro que extraen de su propio subsuelo. Pero ésta no es la clave de la desesperación norteamericana por apoderarse de los yacimientos de hierro en el exterior: la captura o el control de las minas fuera de fronteras constituye, más que un negocio, un imperativo de la seguridad nacional. El subsuelo norteamericano se está quedando, como hemos visto, exhausto. Sin hierro no se puede hacer acero y el ochenta y cinco por ciento de la producción industrial de los Estados Unidos contiene, de una u otra forma, acero. Cuando en 1969 se redujeron los abastecimientos de Canadá, ello se reflejó de inmediato en un aumento de las importaciones de hierro desde América Latina.
El cerro Bolívar, en Venezuela, es tan rico que la tierra que le arranca la US Steel Co., se descarga directamente en las bodegas de los buques rumbo a los Estados Unidos, y ya exhibe en sus flancos, a la vista, las hondas heridas que le van infligiendo los bulldozers: la empresa estima que contiene cerca de ocho mil millones de dólares en hierro. En un solo año, 1960, la US Steel y la Bethlehem Steel repartieron utilidades por más de un treinta por ciento de sus capitales invertidos en el hierro de Venezuela, y el volumen de estas ganancias distribuidas resultó igual a la suma de todos los impuestos pagados al estado venezolano en los diez años transcurridos desde 1950 (27 Salvador de la Plaza, en el volumen colectivo Perfiles de la economía venezolana, Caracas, 1964.). Como ambas empresas venden el hierro con destino a sus propias plantas siderúrgicas de los Estados Unidos, no tienen el menor interés por defender los precios; al contrario, les conviene que la materia prima resulte lo más barata posible.
La cotización internacional del hierro, que había caído en línea vertical entre 1958 y 1964, se estabilizó relativamente en los años posteriores y permanece estancada; mientras tanto, el precio del acero no ha cesado de subir. El acero se produce en los centros ricos del mundo, y el hierro en los suburbios pobres; el acero paga salarios de «aristocracia obrera» y el hierro, jornales de mera subsistencia.
Gracias a la información que recogió y divulgó, allá por 1910, un Congreso Internacional de Geología reunido en Estocolmo, los hombres de negocios de los Estados Unidos pudieron por primera vez evaluar las dimensiones de los tesoros escondidos bajo el suelo de una serie de países, uno de los cuales, quizás el más tentador, era Brasil. Muchos años después, en 1948, la embajada de los Estados Unidos creó un cargo nuevo en Brasil, el agregado mineral, que de entrada tuvo por lo menos tanto trabajo como el agregado militar o el cultural: tanto, que rápidamente fueron designados dos agregados minerales en lugar de uno '(28 Osny Duarte Pereira, Ferro' e Independencia. Um desafio a dignidade nacional, Río de Janeiro, 1967). Poco después, la Bethlehem Steel recibía del, gobierno de Dutra los espléndidos yacimientos de manganeso de Amapá. En 1952, el acuerdo militar firmado con los Estados Unidos prohibió a Brasil vender las materias primas de valor estratégico -como el hierro- a los países socialistas. Ésta fue una de las causas de la trágica caída del presidente Getulio Vargas, que desobedeció esta imposición vendiendo hierro a Polonia y Checoslovaquia, en 1953 y 1954, a precios más altos que los que pagaban los Estados Unidos. En 1957, la Hanna Mining Co. compró, por seis millones de dólares, la mayoría de las acciones de una empresa británica, la Saint John Mining Co., que se dedicaba a la explotación del oro de Minas Gerais desde los lejanos tiempos del Imperio. La Saint John operaba en el valle de Paraopeba, donde yace la mayor concentración de hierro del mundo entero, evaluada en doscientos mil millones de dólares. La empresa inglesa no estaba legalmente habilitada para explotar esta riqueza fabulosa, ni lo estaría la Hanna, de acuerdo con claras disposiciones constitucionales y legales que Duarte Pereira enumera en su obra sobre el tema. Pero éste había sido, según se supo luego, el negocio del siglo.
George Humphrey, director presidente de la Hanna, era por entonces miembro prominente del gobierno de los Estados Unidos, como secretario del Tesoro y como director del Eximbank, el banco oficial para la financiación de las operaciones de comercio exterior. La Saint John había solicitado un empréstito al Eximbank: no tuvo suerte hasta que la Hanna se apoderó de la empresa. Se desencadenaron, a partir de entonces, las más furiosas presiones sobre los sucesivos gobiernos de Brasil. Los directores, abogados o asesores de la Hanna -Lucas Lopes, José Luiz Bulhões Pedreira, Roberto Campos, Márío da Silva Pinto, Otávio Gouveia de Bulhões- eran también miembros, al más alto nivel, del gobierno de Brasil, y continuaron ocupando cargos de ministros, embajadores o directores de servicios en los ciclos siguientes. La Hanna no había elegido mal a su estado mayor. El bombardeo se hizo cada vez más intenso, para que se reconociera a la Hanna el derecho de explotar el hierro que pertenecía, en rigor, al Estado. El 21 de agosto de 1961 el presidente Jânio Quadros firmó una resolución que anulaba las ilegales autorizaciones extendidas a favor de la Hanna y restituía los yacimientos de hierro de Minas Gerais a la reserva nacional. Cuatro días después, los ministros militares obligaron a Quadros a renunciar: «Fuerzas terribles se levantaron contra mí...», decía el texto de la renuncia.
El levantamiento popular que encabezó Leonel Brizola en Porto Alegre frustró el golpe de los militares y colocó en el poder al vicepresidente de Quadros, João Goulart. Cuando en julio de 1962 un ministro quiso poner en práctica el decreto fatal contra la Hanna --que había sido mutilado en el Diario Oficial-, el embajador de los Estados Unidos, Lincoln Gordon, envió a Goulart un telegrama protestando con viva indignación por el atentado que el gobierno intentaba cometer contra los intereses de una empresa norteamericana. El poder judícial ratificó la validez de la resolución de Quadros, pero Goulart vacilaba. Mientras tanto, Brasil daba los primeros pasos para establecer un entrepuerto de minerales en el Adriático, con el fin de abastecer de hierro a varios paises europeos, socialistas y capitalistas: la venta directa del hierro implicaba un desafío insoportable para las grandes empresas que manejan los precios en escala mundial El entrepuerto nunca se hizo realidad, pero otras medidas nacionalistas -
como el dique opuesto al drenaje de las ganancias de las empresas extranjeras- se pusieron en práctica y proporcionaron detonantes a la explosiva situación política. La espada de Damocles de la resolución de Quadros permanecía en suspenso sobre la cabeza de la Hanna. Por fin el golpe de estado estalló, el último día de marzo de 1964, en Minas Gerais, que casualmente era el escenario de los yacimientos de hierro en disputa. «Para la Hanna -escribió la revista Fortune-, la revuelta que derribó a Goulart en la primavera pasada llegó como uno de esos rescates de último minuto por el Primero de Caballería » (29 Inmovable Mountains, en Fortune, abril de 1965.) Hombres de la Hanna pasaron a ocupar la vicepresidencia de Brasil y tres de los ministerios. El mismo día de la insurrección militar, el Washington Star había publicado un editorial por lo menos profético: «He aquí una situación -había anunciado- en la cual un buen y efectivo golpe de Estado, al viejo estilo, de los líderes militares conservadores, bien puede servir a los mejores intereses de todas las Américas.» (30 Citado por Mário Pedrosa, A opção brasileira, Río de janeiro, 1966.). Todavía no había renunciado Goulart, ni había abandonado Brasil, cuando Lyndon Johnson no pudo contenerse y envió su célebre telegrama de buenos augurios al presidente del Congreso brasileño, que había asumido provisionalmente la presidencia del país: «El pueblo norteamericano observó con ansiedad las dificultades políticas y económicas por las cuales ha estado atravesando su gran nación, y ha admirado la resuelta voluntad de la comunidad brasileña para solucionar esas dificultades dentro de un marco de democracia constitucional y sin lucha civil.» (31 De Lyndon Johnson a Raínieri Mazzili, 2 Según informó el diario O Estado de São Pauto, 4 de mayo de 1964.). Uno de los miembros militares de la embajada de los Estados Unidos había ofrecido ayuda material a los conspiradores, poco antes de que estallara el golpe de abril de 1964. versión de Associated press.) Poco más de un mes había transcurrido, cuando el embajador Lincoln Gordon, que recorría, eufórico, los cuarteles, pronunció un discurso en la Escuela Superior de Guerra, afirmando que el triunfo de la conspiración de Castelo Branco «podría ser incluido junto a la propuesta del Plan Marshall, el bloqueo de Berlín, la derrota de la agresión comunista en Corea y la solución de la crisis de los cohetes en Cuba, como uno de los más importantes momentos de cambio en la historia mundial de mediados del siglo veinte» (32 (33 José Stacchini, Mobilizaçio de audácia, São Paulo, 1965.), , y el propio Gordon les había sugerido que los Estados Unidos reconocerían a un gobierno autónomo si era capaz de sostenerse dos días en São Paulo `(34 Philip Siekman, «When Executives turned Revolutionaires», en Fortune, julio de 1964.). No vale la pena abundar en testimonios sobre la importancia que tuvo, en el desarrollo y desenlace de los acontecimientos, la ayuda económica de los Estados Unidos, de la cual, por lo demás, nos ocuparemos más adelante, o la asistencia norteamericana en el plano militar o sindical (35 Véanse las declaraciones ante el Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, citadas por Harry Magdoff, op. cit., y el revelador artículo de Eugene Methvin en Selecciones de Reader's Digest en español, de diciembre de 1966: según Methvin, gracias a los buenos servicios del Instituto Americano para el Desarrollo del Sindicalismo Libre, con sede en Washington, los golpistas brasileños pudieron coordinar por cable sus movimientos de tropas, y el nuevo régimen militar reçompensó al IADSL designando a cuatro de sus graduados «para que hicieran una limpieza en los sindicatos dominados por los rojos. .. ») Después que se cansaron de arrojar a la hoguera o al fondo de la bahía de Guanabara los libros de autores rusos tales como Dostoievski, Tolstoi o Gorki, y tras haber condenado al exilio, la prisión o la fosa a una innumerable cantidad de brasileños, la flamante dictadura de Castelo Branco puso manos a la obra: entregó el hierro y todo lo demás. La Hanna recibió su decreto de 24 de diciembre de 1964.
Este regalo de Navidad no sólo le otorgaba todas las seguridades para explotar en paz los yacimientos de Paraopeba, sino que además respaldaba los planes de la empresa para ampliar un puerto propio a sesenta millas de Río de Janeiro, y para construir un ferrocarril destinado al transporte del hierro. En octubre de 1965 la Hanna formó un consorcio con la Bethlehem Steel para explotar en común el hierro concedido. Este tipo de alianzas, frecuentes en Brasil, no pueden formalizarse en los Estados Unidos, porque allí las leyes las prohíben '(36 Osny Duarte Pereira, op. cit). El incansable Lincoln Gordon había puesto fin a la tarea,ya todos eran felices y el cuento había terminado, y pasó a presidir una universidad en Baltimore. En abril de 1966 Johnson designó a su sustituto, John Tuthill, al cabo de varios meses de vacilaciones, y explicó que se había demorado porque para Brasil necesitaba un buen economista.
La US Steel no se quedó atrás. ¿Por qué la iban a dejar sin invitación para la cena? Antes de que pasara mucho tiempo se asoció con la empresa minera del Estado, la Companhia Vale do Río Doce, que en buena medida se convirtió, así, en su seudónimo oficial. Por esta vía la US Steel obtuvo, resignándose a nada más que el cuarenta y nueve por ciento de las acciones, la concesión de los yacimientos de hierro de la sierra de los Carajás, en la Amazonia. Su magnitudes, según afirman los técnicos, comparable a la corona de hierro de la Hanna-Bethlehem en Minas Gerais.
Como de costumbre, el gobierno adujo que Brasil no disponía de capitales para realizar la explotación por su sola cuenta.
EL PETRÓLEO, LAS MALDICIONES Y LAS HAZAÑAS El petróleo es, con el gas natural, el principal combustible de cuantos ponen en marcha al mundo contemporáneo, una materia prima de creciente importancia para la industria química y el material estratégico primordial para las actividades militares. Ningún otro imán atrae tanto como el «oro negro» a los capitales extranjeros, ni existe otra fuente de tan fabulosas ganancias; el petróleo es la riqueza más monopolizada en todo el sistema capitalista. No hay empresarios que disfruten del poder político que ejercen, en escala universal, las grandes corporaciones petroleras. La Standard Oil y la Shell levantan y destronan reyes y presidentes, financian conspiraciones palaciegas y golpes de Estado, disponen de innumerables generales, ministros y James Bonds y en todas las comarcas y en todos los idiomas deciden el curso de la guerra y de la paz. La Standard Oil Co de Nueva Jersey es la mayor empresa industrial del mundo capitalista; fuera de los Estados Unidos no existe ninguna empresa industrial más poderosa que la Royal Dutch Shell. Las filiales venden el petróleo crudo a las subsidiarias, que lo refinan y venden los combustibles a las sucursales para su distribución: la sangre no sale, en todo el circuito, fuera del aparato circulatorio interno del cártel, que además posee los oleoductos y gran parte de la flota petrolera en los siete mares. Se manipulan los precios, en escala mundial, para reducir los impuestos a pagar y aumentar las ganancias a cobrar: el petróleo crudo aumenta siempre menos que el refinado.
Con el petróleo ocurre, como ocurre con el café o con la carne, que los países ricos ganan mucho más por tomarse el trabajo de consumirlo, que los países pobres por producirlo. La diferencia es de diez a uno: de los once dólares que cuestan los derivados de un barril de petróleo, los países exportadores de la materia prima más importante del mundo reciben apenas un dólar, resultado de la suma de los impuestos y los costes de extracción, mientras que los países del área desarrollada, donde tienen su asiento las casas matrices de las corporaciones petroleras, se quedan con diez dólares, resultado de la suma de sus propios aranceles y sus impuestos, ocho veces mayores que los impuestos de los países productores, y de los costos y las ganancias del transporte, la refinación, el procesamiento y la distribución que las grandes empresas monopolizan (37 Según los datos publicados por la Organización de Países Exportadores de Petróleo. Francisco Mieres, El petróleo y la problemática estructural venezolana, Caracas, 1969.).
El petróleo que brota de los Estados Unidos disfruta de un precio alto, y son relativamente altos los salarios de los obreros petroleros norteamericanos, pero la cotización del petróleo de Venezuela y de Medio Oriente ha ido cayendo, desde 1957, todo a lo largo de la década de los años sesenta. Cada barril de petróleo venezolano, por ejemplo, valía, en promedio, 2,65 dólares en 1957, y mientras escribo este capítulo, a fines de 1970, el precio es de 1,86 dólares. El gobierno de Rafael Caldera anuncia que fijará unilateralmente un precio mucho mayor, pero el nuevo precio no alcanzará de todos modos, según las cifras que los comentaristas manejan y pese al escándalo que se presiente, el nivel de 1957. Los Estados Unidos son, a la vez, los principales productores y los principales importadores de petróleo en el mundo. En la época en que la mayor parte del petróleo crudo que vendían las corporaciones provenía del subsuelo norteamericano el precio se mantenía alto; durante la segunda guerra mundial, los Estados Unidos se convirtieron en importadores netos, y el cártel comenzó a aplicar una nueva política de precios: la cotización se ha venido abajo sistemáticamente. Curiosa inversión de las «leyes del mercado»: el precio del petróleo se derrumba, aunque no cesa de aumentar la demanda mundial, a medida que se multiplican las fábricas, los automóviles y las plantas generadoras de energía. Y otra paradoja: aunque el precio del petróleo baja, sube en todas partes el precio de los combustibles que pagan los consumidores. Hay una desproporción descomunal entre el precio del crudo y el de los derivados. Toda esta cadena de absurdos es perfectamente racional; no resulta necesario recurrir a las fuerzas sobrenaturales para encontrar una explicación. Porque el negocio del petróleo en el mundo capitalista está, como hemos visto, en manos de un cártel todopoderoso. El cártel nació en 1928, en un castillo del norte de Escocia rodeado por la bruma, cuando la Standard Oil de Nueva jersey, la Shell y la Anglo-Iranian, hoy llamada British Petroleum, se pusieron de acuerdo para dividirse el planeta. La Standard de Nueva York y la de California, la Gulf y la Texaco se incorporaron posteriormente al núcleo dirigente del cártel '(38 Informe del Senado de Estados Unidos; Actas secretas del cártel petrolero, Buenos Aires, 1961, y Harvey O'Connor, El Imperio del petróleo, La Habana, 1961).. La Standard Oil, fundada por Rockefeller en 1870, se había partido en treinta y cinco diferentes empresas en 1911, por la aplicación de la ley Sherman contra los trusts; la hermana mayor de la numerosa familia Standard es, en nuestros días, la empresa de Nueva Jersey. Sus ventas de petróleo, sumadas a las ventas de la Standard de Nueva York y de California, abarcan la mitad de las ventas totales del cártel en nuestros días.
Las empresas petroleras del grupo Rockefeller son de tal magnitud que suman nada menos que la tercera parte del total de beneficios que las empresas norteamericanas de todo tipo, en su conjunto, arrancan al mundo entero. La jersey, típica corporación multinacional, obtiene sus mayores ganancias fuera de fronteras; América Latina le brinda más ganancias que los Estados Unidos y Canadá sumados: al sur del río Bravo, su tasa de ganancias resulta cuatro veces más alta '(39 Paul A. Baran y Paul M. Sweezy, El capital monopolista, México, 1970.). Las filiales de Venezuela produjeron, en 1957, más de la mitad de los beneficios recogidos por la Standard Oil de Nueva jersey en todas partes; en ese mismo año, las filiales venezolanas proporcionaron a la Shell la mitad de sus ganancias en el mundo entero'(40 Francisco Mieres, op. cit.).
Estas corporaciones multinacionales no pertenecen a las múltiples naciones donde operan: son multinacionales, más simplemente, en la medida en que desde los cuatro puntos cardinales arrastran grandes caudales de petróleo y dólares a los centros de poder del sistema capitalista. No necesitan exportar capitales, por cierto, para financiar la expansión de sus negocios; las ganancias usurpadas a los países pobres no sólo derivan en línea recta a las pocas ciudades donde habitan sus mayores cortadores de cupones, sino que además se reinvierten parcialmente para robustecer y extender la red internacional de operaciones. La estructura del cártel implica el dominio de numerosos países y la penetración en sus numerosos gobiernos; el petróleo empapa presidentes y dictadores, y acentúa las deformaciones estructurales de las sociedades que pone a su servicio. Son las empresas quienes deciden, con un lápiz sobre el mapa del mundo, cuáles han de ser las zonas de explotación y cuáles las de reserva, y son ellas quienes fijan los precios que han de cobrar los productores y pagar los consumidores. La riqueza natural de Venezuela y otros países latinoamericanos con petróleo en el subsuelo, objetos del asalto y el saqueo organizados, se ha convertido en el principal instrumento de su servidumbre política y su degradación social. Ésta es una larga historia de hazañas y de maldiciones, infamias y desafíos.
Cuba proporcionaba, por vías complementarias, jugosas ganancias a la Standard Oil de Nueva jersey. La jersey compraba el petróleo crudo a la Creole Petroleum, su filial en Venezuela, y lo refinaba y lo distribuía en la isla, todo a los precios que mejor le convenían para cada una de las etapas. En octubre de, 1959, en plena efervescencia revolucionaria, el Departamerito de Estado elevó una nota oficial a La Habana en la que expresaba su preocupación por el futuro de las inversiones norteamericanas en Cuba: ya habían comenzado los bombardeos de los aviones «piratas» procedentes del norte, y las relaciones estaban tensas. En enero de 1960, Eisenhower anunció la reducción de la cuota cubana de azúcar, y en febrero Fidel Castro firmó un acuerdo comercial con la Unión Soviética para intercambiar azúcar por petróleo y otros productos a precios buenos para Cuba.
La Jersey, la Shell y la Texaco se negaron a refinar el petróleo soviético: en julio el gobierno cubano las intervino y las nacionalizó sin compensación alguna.
Encabezadas por la Standard Oil de Nueva jersey, las empresas comenzaron el bloqueo. Al boicot del personal calificado se sumó el boicot de los repuestos esenciales para las maquinarias y el boicot de los fletes. El conflicto era una prueba de soberanía (41 Michael Tanzer, The Political Economy of Internattonal Oil and the Underdeveloped Countrrss, Boston, 1969.), y Cuba salió airosa. Dejó de ser, al mismo tiempo, una estrella en la constelación de la bandera de los Estados Unidos y una pieza en el engranaje mundial de la Standard Oil.
México había sufrido, veinte años antes, un embargo internacional decretado por la Standard Oil de Nueva jersey y la Royal Dutch Shell. Entre 1939 y 1942 el cártel dispuso el bloqueo de las exportaciones mexicanas de petróleo y de los abastecimientos necesarios para sus pozos y refinerías. El presidente Lázaro Cárdenas había nacionalizado las empresas. Nelson Rockefeller, que en 1930 se había graduado de economista escribiendo una tesis sobre las virtudes de su Standard Oil, viajó a México para negociar un acuerdo, pero Cárdenas no dio marcha atrás. La Standard y la Shell, que se habían repartido el territorio mexicano atribuyéndose la primera el norte y la segunda el sur, no sólo se negaban a aceptar las resoluciones de la Suprema Corte en la aplicación de las leyes laborales mexicanas, sino que además habían arrasado los yacimientos de la famosa Faja de Oro a una velocidad vertiginosa, y obligaban a los mexicanos a pagar, por su propio petróleo, precios más altos que los que cobraban en Estados Unidos y en Europa por ese mismo petróleo'(42 Harvey O'Connor, La crisis mundial del petróleo, Buenos Aires, 1963. Este fenómeno sigue siendo usual en varios países. En Colombia, por ejemplo, donde el petróleo se exporta libremente y sin pagar impuestos, la refinería estatal compra a las compañías extranjeras el petróleo colombiano con un recargo del 37 por 100 sobre el precio internacional, y lo tiene que pagar en dólares (Raúl Alameda Ospina en la revista Esquina, Bogotá, enero de 1968).. En pocos meses, la fiebre exportadora había agotado brutalmente muchos pozos que hubieran podido seguir produciendo durante treinta o cuarenta años.
«Habían quitado a México ---escribe O'Connor- sus depósitos más ricos, y sólo le habían dejado una colección de refinerías anticuadas, campos exhaustos, los pobreríos de la ciudad de Tampico y recuerdos amargos.» En menos de veinte años, la producción se había reducido a una quinta parte. México se quedó con una industria decrépita, orientada hacia la demanda extranjera, y con catorce mil obreros; los técnicos se fueron, y hasta desaparecieron los medios de transporte.
Cárdenas convirtíó la recuperación del petróleo en una gran causa nacional, y salvó la crisis a fuerza de imaginación y de coraje. Pemex, Petróleos Mexicanos, la empresa creada en 1938 para hacerse cargo de toda la producción y el mercado, es hoy la mayor empresa no extranjera de toda América Latina. A costa de las ganancias que Pemex produjo, el gobierno mexicano pagó abultadas indemnizaciones a las empresas, entre 1947 y 1962, pese a que, como bien dice Jesús Silva Herzog, «México no es el deudor de esas compañías piratas, sino su acreedor legítimo.»" (43 Jesús Silva Herzog, Historia de la expropiación de las empresas petroleras México. 1964) En 1949, la Standard Oil interpuso veto a un préstamo que los Estados Unidos iban a conceder a Pemex, y muchos años después, ya cerradas las heridas por obra de las generosas indemnizaciones, Pemex vivió una experiencia semejante ante el Banco Interamericano de Desarrollo.
Uruguay fue el país que creó la primera refinería estatal en América Latina. La ANCAP, Administración Nacional de Combustibles, Alcohol y Portland, había nacido en 1931, y la refinación y la venta de petróleo crudo figuraban entre sus funciones principales. Era la respuesta nacional a una larga historia de abusos del trust en el río de la Plata. Paralelamente, el Estado contrató la compra de petróleo barato en la Unión Soviética. El cártel financió de inmediato una furiosa campaña de desprestigio contra el ente industrial del Estado uruguayo y comenzó su tarea de extorsión y amenaza. Se afirmaba que el Uruguay no encontraría quien le vendiera las maquinarias y que se quedaría sin petróleo crudo, que el Estado era un pésimo administrador, y que no podía hacerse cargo de tan complicado negocio. El golpe palaciego de marzo de 1933 despedía cierto olor a petróleo: la dictadura de Gabriel Terra anuló el derecho de la ANCAP a monopolizar la importación de combustibles, y en enero de 1938 firmó los convenios secretos con el cártel, ominosos acuerdos que fueron ignorados por el público hasta un cuarto de siglo después y que todavía están en vigencia. De acuerdo con sus términos, el país está obligado a comprar un cuarenta por ciento del petróleo crudo sin licitación y donde lo indiquen la Standard Oil, la Shell, la Atlantic y la Texaco, a los precios que el cártel fija. Además, el Estado, que conserva el monopolio de la refinación, paga todos los gastos de las empresas, incluyendo la propaganda, los salarios privilegiados y los lujosos muebles de sus oficinas (44 Vivian Trías, Imperialismo y petróleo en el Uruguay, Montevideo, 1963. Véase también el discurso del diputado Enrique Erro en el díario de sesiones de la Cámara de Representantes, núm. 1211, tomo 577, Montevideo, 8 de septiembre de 1966.). Esso es progreso, canta la televisión, y el bombardeo de los avisos no cuesta a la Standard Oil ni un solo centavo. El abogado del Banco de la República tiene también a su cargo las relaciones públicas de la Standard Oil: el Estado le paga los dos sueldos. Allá por 1939, la refinería de la ANCAP levantaba, exitosa, sus torres llameantes: el ente había sido mutilado gravemente a poco de nacer, como hemos visto, pero constituía todavía un ejemplo de desafío victorioso ante las presiones del cártel. El Jefe del Consejo Nacional del Petróleo de Brasil, general Horta Barbosa; viajó a Montevideo y se entusiasmó con la experiencia: la refinería uruguaya había pagado casi la totalidad de sus gastos de instalación durante el primer año de trabajo.
Gracias a los esfuerzos del general Barbosa, sumados al fervor de otros militares nacionalistas, Petrobrás, la empresa estatal brasileña, pudo iniciar sus operaciones en 1953 al grito de O petróleo é nosso! Actualmente, Petrobrás es la mayor empresa de Brasil'(45 Petrobrás figura en el primer lugar en la lista de las quinientas mayores empresas, publicada por Conjuntura econ6mica, vol. 24, núm. 9, Río de Janeiro, 1970.). Explora, extrae y refina el petróleo brasileño. Pero también Petrobrás fue mutilada. El cártel le ha arrebatado dos grandes fuentes de ganancias: en primer lugar, la distribución de la gasolina, los aceites, el querosene y los diversos fluidos, un estupendo negocio que la ESSO, la Shell y la Atlantic manejan por teléfono sin mayores dificultades y con tan buen resultado que éste es, después de la industria automotriz, el rubro más fuerte de la inversión norteamericana en Brasil; en segundo lugar, la industria petroquímica, generoso manantial de beneficios, que ha sido desnacionalizada, hace pocos años, por la dictadura del mariscal Castelo Branco. Recientemente, el cártel desencadenó una estrepitosa campaña destinada a despojar a Petrobrás del monopolio de la refinación. Los defensores de Petrobrás recuerdan que la iniciativa privada, que tenía el campo libre, no se había ocupado del petróleo brasileño antes de 1953 (46 Declaraciones del ingeniero Márcio Leite Cesarino, en Correio que Manha, Río de Janeiro, 28 de enero de 1967), y procuran devolver a la frágil memoria del público un episodio bien ilustrativo de la buena voluntad de los monopolios. En noviembre de 1960, en efecto, Petrobrás encomendó a dos técnicos brasileños que encabezaran una revisión general de los yacimientos sedimentarios del país. Como resultado de sus informes, el pequeño estado nordestino de Sergipe pasó a la vanguardia en la producción de petróleo.
Poco antes, en agosto, el técnico norteamericano Walter Link, que había sido el principal geólogo de la Standard Oil de Nueva jersey, había recibido del Estado brasileño medio millón de dólares por una montaña de mapas y un extenso informe que tachaba de «inexpresiva» la espesura sedimentaria de Sergipe: hasta entonces había sido considerada de grado B, y Link la rebajó a grado C. Después se supo que era de grado A (47 Correio da Manhá publicó un amplio extracto del documento en su edición del 19 de febrero de 1967.). Según O'Connor, Link había trabajado todo el tiempo como un agente de la Standard, de antemano resuelto a no encontrar petróleo para que Brasil continuara dependiendo de las importaciones de la filial de Rockefeller en Venezuela.
También en Argentina las empresas extranjeras y sus múltiples ecos nativos sostienen siempre que el subsuelo contiene escaso petróleo, aunque las investigaciones de los técnicos de YPF, Yacimientos Petrolíferos Fiscales, han indicado con toda certidumbre que en cerca de la mitad del territorio nacional subyace el petróleo, y que también hay petróleo abundante en la vasta plataforma submarina de la costa atlántica. Cada vez que se pone de moda hablar de la pobreza del subsuelo argentino, el gobierno firma una nueva concesión en beneficio de alguno de los miembros del cártel. La empresa estatal, YPF, ha sido víctima de un continuo y sistemático sabotaje, desde sus orígenes hasta la fecha. La Argentina fue, hasta no hace muchos años, uno de los últimos escenarios históricos de la pugna interimperialista entre Inglaterra, en el desesperado ocaso, y los ascendentes Estados Unidos. Los acuerdos del cártel no han impedido que la Shell y la Standard disputaran el petróleo de este país por medios a veces violentos: hay una serie de elocuentes coincidencias en los golpes de Estado que se han sucedido todo a lo largo de los últimos cuarenta años. El Congreso argentino se disponía a votar la ley de nacionalización del petróleo, el 6 de septiembre de 1930, cuando el caudillo nacionalista Hipólito Yrigoyen fue derribado de la presidencia del país por el cuartelazo de José Félix Uriburu. El gobierno de Ramón Castillo cayó en junio de 1943, cuando tenía a la firma un convenio que promovía la extracción del petróleo por los capitales norteamericanos. En septiembre de 1955, Juan Domingo Perón marchó al exilio cuando el Congreso estaba por aprobar una concesión a la California Oil Co. Arturo Frondizi desencadenó varias y muy agudas crisis militares, en las tres armas, al anunciar el llamado a licitación que ofrecía todo el subsuelo del país a las empresas interesadas en extraer petróleo: en agosto de 1959 la licitación fue declarada desierta. Resucitó en seguida y en octubre de 1960 quedó sin efecto. Frondizi realizó varias concesiones en beneficio de las empresas norteamericanas del cártel, y los intereses británicos -decisivos en la Marina y en el sector «colorado» del ejército- no fueron ajenos a su caída en marzo de 1962. Arturo Illia anuló las concesiones y fue derribado en 1966; al año siguiente, Juan Carlos Onganía promulgó una ley de hidrocarburos que favorecía los intereses norteamerícanos en la pugna interna.
El petróleo no ha provocado solamente golpes de Estado en América Latina.
También desencadenó una guerra, la del Chaco (1932-35), entre los dos pueblos más pobres de América del Sur: «Guerra de los soldados desnudos», llamó René Zavaleta a la feroz matanza recíproca de Bolivia y Paraguay 48 René Zavaleta Mercado, Bolivia. El desarrollo de la conciencia nacional, Montevideo, 1967.). El 30 de mayo de 1934 el senador por Louisiana, Huey Long, sacudió a los Estados Unidos con un violento discurso en el que denunciaba que la Standard Oil de Nueva jersey había provocado el conflicto y que financiaba al ejército boliviano para apoderarse, por su intermedio, del Chaco paraguayo, necesario para tender un oleoducto desde Bolivia hacia el río y, además, presumiblemente rico en petróleo: «Estos criminales han ido allá y han alquilado sus asesinos» -afirmó (49 El senador Long no ahorró ningún adjetivo a la Standard Oil: la llamó criminal, malhechora, .facinerosa, asesina doméstica, asesina extranjera, conspiradora internacional, hato de salteadores y ladrones rapaces, conjunto de vándalos y ladrones. Reproducido en la -Vista Guarania, Buenos Aires, noviembre de 1934.). Los paraguayos marchaban al matadero, por su parte, empujados por la Shell: a medida que avanzaban hacia el norte, los soldados descubrían las perforaciones de la Standard en el escenario de la discordia. Era una disputa entre dos empresas, enemigas y a la vez socias dentro del cártel, pero no eran ellas quienes derramaban la sangre.
Finalmente, Paraguay ganó la guerra pero perdió la paz. Spruille Braden, notorio personero de la Standard Oil, presidió la comisión de negociaciones que preservó para Bolivia, y para Rockefeller, varios miles de kilómetros cuadrados que los paraguayos reivindicaban.
Muy cerca del último territorio de aquellas batallas están los pozos de petróleo y los vastos yacimientos dé gas natural que la Gulf Oil Co., la empresa de la familia Mellon, perdió en Bolivia en octubre de 1969. «Ha concluido para los bolivianos el tiempo del desprecio» -clamó el general Alfredo Ovando al anunciar la nacionalización desde los balcones del Palacio Quemado. Quince días antes, cuando todavía no había tomado el poder, Ovando había jurado que nacionalizaría la Gulf, ante un grupo de intelectuales nacionalistas; había redactado el decreto, lo había firmado, lo había guardado, sin fecha, en un sobre. Y cinco meses antes, en el Cañadón del Arque, el helicóptero del general René Barrientos había chocado contra los cables de telégrafo y se había ido a pique. La imaginación no hubiera sido capaz de inventar una muerte tan perfecta. El helicóptero era un regalo personal de la Gulf Oil Co.; el telégrafo pertenece, como se sabe, al Estado. Junto con Barrientos ardieron dos valijas llenas de dinero que él llevaba para repartir, billete por billete, entre los campesinos, y algunas metralletas que no bien prendieron fuego comenzaron a regar una lluvia de balas en torno del helicóptero incendiado, de tal modo que nadie pudo acercarse a rescatar al dictador mientras se quemaba vivo.
Además de decretar la nacionalización, Ovando derogó el Código del Petróleo, llamado Código Davenport en homenaje al abogado que lo había redactado en inglés. Para la elaboración del Código, Bolivia había obtenído, en 1956, un préstamo de los Estados Unidos; en cambio, el Eximbank, la banca privada de Nueva York y el Banco Mundial habían respondido siempre con la negativa a las solicitudes de crédito para el desarrollo de YPFB, la empresa petrolera del Estado. El gobierno norteamericano hacía siempre suya la causa de las corporaciones petroleras privadas (50 Los ejemplos abundan en la historia, reciente o lejana. Irving Florman, embajador de los Estados Unidos en Bolivia, informaba a Donald Dawson, de la Casa Blanca, el 28 de diciembre de 1950: «Desde que he llegado aquí, he trabajado diligentemente en el proyecto de abrir ampliamente la industria petrolera de Bolivia a la penetración de la empresa privada norteamericana, y ayudar a nuestro programa de defensa nacional en vasta escala». Y también: «Sabía que a usted le interesaría escuchar que la industria petrolera de Bolivia y esta tierra entera están ahora bien abiertas a la libre iniciativa norteamericana. Bolivia es, por lo tanto, el primer país del mundo que ha hecho una desnacionalización, o una nacionalización a la inversa, y yo me siento orgulloso de haber sido capaz de cumplir esta tarea para mi país y la administración». La copia fotostática de esta carta, extraída de la biblioteca de Harry Truman, fue reproducida por NACLA Newsletter, Nueva York, febrero de 1969.). En función del código, la Gulf recibió, entonces, por un plazo de cuarenta años, la concesión de los campos más ricos en petróleo de todo el país. El código fijaba una ridícula participación del Estado en las utilidades de las empresas: por muchos años, apenas un once por ciento. El Estado se hacía socio en los gastos del concesionario, pero no tenía ningún control sobre esos gastos, y se llegó a la situación extrema en materia de ofrendas: todos los riesgos eran para YPFB, y ninguno para la Gulf. En la Carta de intenciones firmada por la Gulf a fines de 1966, durante la dictadura de Barrientos, se estableció, en efecto, que en las operaciones conjuntas con YPFB la Gulf recobraría el total de sus capitales invertidos en la exploración de un área, si no encontraba petróleo. Si el petróleo aparecía, los gastos serían recuperados a través de la explotación posterior, pero ya de entrada serían cargados al pasivo de la empresa estatal. Y la Gulf fijaría esos gastos según su paladar (51 Marcelo Quiroga Santa Cruz, interpelación del 11 y 12 de octubre de 1966 en la Cámara de Diputados, en la Revista jurídica, edición extraordinaria, Cochabamba, 1967.). En esa misma Carta de intenciones, la Gulf se atribuyó también, con toda tranquilidad, la propiedad de los yacimientos de gas, que no se le habían concedido nunca. El subsuelo de Bolivia contiene mucho más gas que petróleo. El general Barrientos hizo un gesto de distracción: resultó suficiente. Un simple pase de manos para decidir el destino de la principal reserva de energía de Bolivia. Pero la función no había terminado.
Un año antes de que el general Alfredo Ovando expropiara la Gulf en Bolivia, otro general nacionalista, Juan Velasco Alvarado, había estatizado los yacimientos y la refinería de la International Petroleum Co., filial de la Standard Oil de Nueva jersey, en Perú. Velasco había tomado el poder a la cabeza de una junta militar, y en la cresta de la ola de un gran escándalo político: el gobierno de Fernando Belaúnde Terry había perdido la página final del convenio de Talara, suscrito entre el Estado y la IPC. Esa página misteriosamente evaporada, la página once, contenía la garantía del precio mínimo que la empresa norteamericana debía pagar por el petróleo crudo nacional en su refinería. El escándalo no terminaba allí. Al mismo tiempo, se había revelado que la subsidiaria de la Standard había estafado a Perú en más de mil millones de dólares, a lo largo de medio siglo, a través de los impuestos y las regalías que había eludido y de otras variadas formas del fraude y la corrupción. El director de la IPC se había entrevistado con el presidente Belaúnde en sesenta ocasiones antes de llegar al acuerdo que provocó el alzamiento militar; durante dos años, mientras las negociaciones con la empresa avanzaban, se rompían y comenzaban de nuevo, el Departamento de Estado había suspendido todo tipo de ayuda a Perú (52Cuando el escándalo estalló, la embajada de lus Estados Unidos no guardó un prudente silencio. Uno de sus funcionarios llegó a afirmar que no existía ningún original del contrato de Talara. (Richard N. Goodwin, «El conflicto con la IPC: Carta de Perú». reproducido de The New Yorker por Comercio exterior, México, julio de 1969.). Virtualmente no quedó tiempo para reanudar la ayuda, porque la claudicación selló la suerte del presidente acosado. Cuando la empresa de Rockefeller presentó su protesta ante la corte judicial peruana, la gente arrojó moneditas a los rostros de sus abogados.
América Latina es una caja de sorpresas; no se agota nunca la capacidad de asombro de esta región torturada del mundo. En los Andes, el nacionalismo militar ha resurgído con ímpetu, como un río subterráneo largamente escondido. Los mismos generales que hoy están llevando adelante, en un proceso contradictorio, una política de reforma y de afirmación patriótica, habían aniquilado poco antes a los guerrilleros. Muchas de las banderas de los caídos han sido recogidas, así, por sus propios vencedores. Los militares peruanos habían regado con napalm algunas zonas guerrilleras, en 1965, y había sido la International Petroleum Co., filial de la Standard Oil de Nueva jersey, quien les había proporcionado la gasolina y el know-how para que elaboraran las bombas en la base aérea de Las Palmas, cerca de Lima '(53 Georgie Anne Geyer, Seized U. S. Oil Firm Made Napalm, en el New York Post, 7 de abril de 1969.).
EL LAGO DE MARACAIBO EN EL BUCHE DE LOS GRANDES BUITRES DE METAL Aunque su participación en el mercado mundial se ha reducido a la mitad en los años sesenta, Venezuela es todavía, en 1970, el mayor exportador de petróleo.
De Venezuela proviene casi la mitad de las ganancias que los capitales norteamericanos sustraen a toda América Latina. Este es uno de los países más ricos del planeta y, también, uno de los más pobres y uno de los más violentos.
Ostenta el ingreso per capita más alto de América Latina, y posee la red de carreteras más completa y ultramoderna; en proporción a la cantidad de habitantes, ninguna otra nación del mundo bebe tanto whisky escocés. Las reservas de petróleo, gas y hierro que su subsuelo ofrece a la explotación inmediata podrían multiplicar por diez la riqueza de cada uno de los venezolanos; en sus vastas tierras vírgenes podría caber, entera, la población de Alemania o Inglaterra. Los taladros han extraído, en medio siglo, una renta petrolera tan fabulosa que duplica los recursos del Plan Marshall para la reconstrucción de Europa; desde que el primer pozo de petróleo reventó a torrentes, la población se ha multiplicado por tres y el presupuesto nacional por cien, pero buena parte de la población, que disputa las sobras de la minoría dominante, no se alimenta mejor que en la época en que el país dependía del cacao y del café (54 Para la redacción de este capítulo, el autor ha utilizado, además de las obras ya citadas de Harvey O'Connor y Francisco Mieres, los libros siguientes: Orlando Araújo, Operación Puerto Rico sobre Venezuela, Caracas, 1967; Federico Brito, Venezuela siglo XX, La Habana, 1967; M. A. Falcon Urbano, Desarrollo e industrialización de Venezuela, Caracas, 1969; Elena Hochman, Héctor Mujica y otros, Venezuela 1.°, Caracas, 1963; William Krehm, Democracia y tiranias en el Caribe, Buenos Aires, 1959; los ensayos de D. F. Maza Zavala, Salvador de la Plaza, Pedro Esteban Mejía y Leonardo Montiel Ortega en el volumen citado en la nota 27; Rodolfo Quintero, La cultura del petróleo, Caracas, 1968; Domingo Alberto Rangel, El proceso del capitalismo contemporáneo en Venezuela, Caracas, 1968; Arturo Uslar Pietri, (Tiev.e un porvenir la juventud venezolana?, en Cuadernos Americanos, México, marzo-abril de 1968; y Naciones Unidas-CEPAL, Estudio económico de América Latina, 1969, Nueva York-Santiago de Chile, 1970.). Caracas, la capital, creció siete ve ces en treinta años; la ciudad patriarcal de frescos patios, plaza mayor y catedral silenciosa se ha erizado de rascacielos en la misma medida en que han brotado las torres de petróleo en el lago de Maracaibo. Ahora, es una pesadilla de aire acondicionado, supersónica y estrepitosa, un centro de la cultura del petróleo que prefiere el consumo a la creación y que multiplica las necesidades artificiales para ocultar las reales. Caracas ama los productos sintéticos y los alimentos enlatados; no camina nunca, sólo se moviliza en automóvil, y ha envenenado con los gases de los motores el limpio aire del valle; a Caracas le cuesta dormir, porque no puede apagar la ansiedad de ganar y comprar, consumir y gastar, apoderarse de todo. En las laderas de los cerros, más de medio millón de olvidados contempla, desde sus chozas armadas de basura, el derroche ajeno. Relampaguean los millares y millares de automóviles último modelo por las avenidas de la dorada capital. En vísperas de las fiestas, los barcos llegan al puerto de La Guaira atiborrados de champaña francesa, whisky de Escocia y bosques de pinos de Navidad que vienen del Canadá, mientras la mitad de los niños y los jóvenes de Venezuela quedan todavía, en 1970, según los censos, fuera de las aulas de enseñanza.
Tres millones y medio de barriles de petróleo produce Venezuela cada día para poner en movimiento la maquinaria industrial del mundo capitalista, pero las diversas filiales de la Standard Oil, la Shell, la Gulf y la Texaco no explotan las cuatro quintas partes de sus concesiones, que siguen siendo reservas invictas, y más de la mitad del valor de las exportaciones no vuelve nunca al país. Los folletos de propaganda de la Creole (Standard Oil) exaltan la filantropía de la corporación en Venezuela, en los mismos términos en que proclamaba virtudes, a mediados del siglo XVIII, la Real Compañía Guipuzcoana; las ganancias arrancadas a esta gran vaca lechera sólo resultan comparables, en proporción al capital invertido, con las que en el pasado obtenían los mercaderes de esclavos o los corsarios. Ningún país ha producido tanto al capitalismo mundial en tan poco tiempo: Venezuela ha drenado una riqueza que, según Rangel, excede a la que los españoles usurparon a Potosí o los ingleses a la India. La primera Convención Nacional de Economistas reveló que las ganancias reales de las empresas petroleras en Venezuela habían ascendido, en 1961, al 38 por ciento, y en 1962 al 48 por ciento, aunque las tasas de beneficio que las empresas denunciaban en sus balances eran del 15 y el 17 por ciento respectivamente. La diferencia corre por cuenta de la magia de la contabilidad y las transferencias ocultas. En la complicada relojería del negocio petrolero, por lo demás, con sus múltíples y simultáneos sistemas de precios, resulta muy difícil estimar el volumen de las ganancias que se ocultan detrás de la baja artificial de la cotización del petróleo crudo, que desde el pozo a la bomba de gasolina circula siempre por las mismas venas, y detrás del alza artificial de los gastos de producción, donde se computan sueldos de fábula y muy inflados costos de propaganda. Lo cierto es que, según las cifras oficiales, en la última década Venezuela no ha registrado el ingreso de nuevas inversiones del exterior, sino, por el contrario, una sistemática desinversión. Venezuela sufre la sangría de más de setecientos millones de dólares anuales, convictos y confesos como «rentas del capital extranjero». Las únicas inversiones nuevas provienen de las utilidades que el propio país proporciona. Mientras tanto, los costos de extracción del petróleo van bajando en línea vertical, porque cada vez las empresas ocupan menos mano de obra. Sólo entre 1959 y 1962 se redujo en más de diez mil la cantidad de obreros: quedaron poco más de treinta mil en actividad, y a fines de 1970 ya que el petróleo ocupa nada más que veintitrés mil trabajadores. La producción, en cambio, ha crecido mucho en esta última década.
Como consecuencia de la desocupación creciente, se agudizó la crisis de los campamentos petroleros del lago de Maracaibo. El lago es un bosque de torres.
Dentro de las armazones de hierros cruzados, el implacable cabeceo de los balancines genera, desde hace medio siglo, toda la opulencia y toda la miseria de Venezuela. Junto a los balancines arden los mechurrios, quemando impunemente el gas natural que el país se da el lujo de regalar a la atmósfera. Se encuentran balancines hasta en los fondos de las casas y en las esquinas de las calles de las ciudades que brotaron a chorros, como el petróleo, en las costas del lago: allí el petróleo tiñe de negro las calles y las ropas, los alimentos y las paredes, y hasta las profesionales del amor llevan apodos petroleros, tales como «La Tubería» o «La Cuatro Válvulas», «La Cabria» o «La Remolcadora». Los precios de la vestimenta y la comida son, aquí, más altos que en Caracas. Estas aldeas modernas, tristes de nacimiento pero a la vez aceleradas por la alegría del dinero fácil, han descubierto ya que no tienen destino. Cuando se mueren los pozos, la supervivencia se convierte en materia de milagro: quedan los esqueletos de las casas, las aguas aceitosas de veneno matando peces y lamiendo las zonas abandonadas. La desgracia acomete también a las ciudades que viven de la explotación de los pozos en actividad, por los despidos en masa y la mecanización creciente. «Por aquí el petróleo nos pasó por encima», decía un poblador de Lagunillas en 1966. Cabímas, que durante medio síglo fue la mayor fuente de petróleo de Venezuela, y que tanta prosperidad ha regalado a Caracas y al mundo, no tiene ni siquiera cloacas. Cuenta apenas con un par de avenidas asfaltadas.
La euforia se había desatado largos años atrás. Hacia 1917, el petróleo coexistía ya, en Venezuela, con los latifundios tradicionales, los inmensos campos despoblados y de tierras ociosas donde los hacendados vigilaban el rendimiento de su fuerza de trabajo azotando a los peones o enterrándolos vivos hasta la cintura. A fines de 1922, reventó el pozo de La Rosa, que chorreaba cien mil barriles por día, y se desató la borrasca petrolera. Brotaron los taladros y las cabrias en el lago de Maracaibo, súbitamente invadido por los aparatos extraños y los hombres con cascos de corcho; los campesinos afluían y se instalaban sobre los suelos hirvientes, entre tablones y latas de aceite, para ofrecer sus brazos al petróleo. Los acentos de Oklahoma y Texas resonaban por primera vez en los llanos y en la selva, hasta en las más escondidas comarcas. Setenta y tres empresas surgieron en un santiamén. El rey del carnaval de las concesiones era el dictador Juan Vicente Gómez, un ganadero de los Andes que ocupó sus veintisiete años de gobierno (1908-35) haciendo hijos y negocios. Mientras los torrentes negros nacían a borbotones, Gómez extraía acciones petroleras de sus bolsillos repletos, y con ellas recompensaba a sus amigos, a sus parientes y a sus cortesanos, al médico que le custodiaba la próstata y a los generales que le custodiaban las espaldas, a los poetas que cantaban su gloria y al arzobispo que le otorgaba permisos especiales para comer carne los viernes santos. Las grandes potencias cubrían el pecho de Gómez con lustrosas condecoraciones: era preciso alimentar los automóviles que invadían los caminos del mundo. Los favoritos del dictador vendían las concesiones a la Shell o a la Standard Oil o a la Gulf; el tráfico de influencias y de sobornos desató la especulación y el hambre de subsuelos. Las comunidades indígenas fueron despojadas de sus tierras y muchas familias de agricultores perdieron, por las buenas o por las malas, sus propiedades. La ley petrolera de 1922 fue redactada por los representantes de tres firmas de los Estados Unidos.
Los campos de petróleo estaban cercados y tenían policía propia. Se prohibía la entrada a quienes no portaran la ficha de enrolamiento de las empresas; estaba vedado hasta el tránsito por las carreteras que conducían el petróleo a los puertos. Cuando Gómez murió, en 1935, los obreros petroleros cortaron las alambradas de púas que rodeaban los campamentos y se declararon en huelga.
En 1948, con la caída del gobierno de Rómulo Gallegos, se cerró el ciclo reformista inaugurado tres años antes, y los militares victoriosos rápidamente redujeron la participación del Estado sobre el petróleo extraído por las filiales del cártel. La rebaja de impuestos se tradujo, en 1954, en más de trescientos millones de dólares de beneficios adicionales para la Standard Oil. En 1953, un hombre de negocios de los Estados Unidos había declarado en Caracas: «Aquí, usted tiene la libertad de hacer con su dínero lo que le plazca; para mí, esa libertad vale más que todas las libertades políticas y civiles juntas.» (55 Time, edición para América Latina, 11 de septiembre de 1953.). Cuando el dictador Marcos Pérez Jiménez fue derribado en 1958, Venezuela era un vasto pozo petrolero rodeado de cárceles y cámaras de torturas, que importaba todo desde los Estados Unidos: los automóviles y las heladeras, la leche condensada, los huevos, las lechugas, las leyes y los decretos. La mayor de las empresas de Rockefeller, la Creole, había declarado en 1957 utilidades que llegaban casi a la mitad de sus inversiones totales. La junta revolucionaría de gobierno elevó el impuesto a la renta de las empresas mayores, de un 25 a un 45 por ciento. En represalia, el cártel dispuso la inmediata caída del precio del petróleo venezolano y fue entonces cuando comenzó a despedir en masa a los obreros. Tan abajo se vino el precio, que a pesar del aumento de los impuestos y del mayor volumen de petróleo exportado, en 1958 el Estado recaudó sesenta millones de dólares menos que en el año anterior.
Los gobiernos siguientes no nacionalizaron la industria petrolera, pero tampoco han otorgado, hasta 1970, nuevas concesiones a las empresas extranjeras para la extracción de oro negro. Mientras tanto, el cártel aceleró la producción de sus yacimientos del Cercano Oriente y Canadá; en Venezuela ha cesado virtualmente la prospección de nuevos pozos y la exportación está paralizada. La política de negar nuevas concesiones perdió sentido en la medida en que la Corporación Venezolana del Petróleo, el organismo estatal, no asumió la responsabilidad vacante. La Corporación se ha limitado, en cambio a perforar unos pocos pozos aquí y allá, confirmando que su función no es otra que la que le había adjudicado el presidente Rómulo Betancourt: «No alcanzar una dimensión de gran empresa, sino servir de intermediario para las negociaciones en la nueva fórmula de concesiones.» La nueva fórmula no se puso en práctica, aunque se la anunció varias veces.
Mientras tanto, el fuerte impulso industrializador que había cobrado cuerpo y fuerza desde hacía dos décadas muestra ya visibles síntomas de agotamiento, y vive una impotencia muy conocida en América Latina: el mercado interno, limitado por la pobreza de las mayorías, no es capaz de sustentar el desarrollo manufacturero más allá de ciertos límites. La reforma agraria, por otra parte, inaugurada por el gobierno de Acción Democrática, se ha quedado a menos de la mitad del camino que se proponía, en las promesas de sus creadores, recorrer.
Venezuela compra al extranjero, y sobre todo a Estados Unidos, buena parte de los alimentos que consume. El plato nacional, por ejemplo, que es el frijol negro, llega en grandes cantidades desde el norte, en bolsas que lucen la palabra «beans».
Salvador Garmendia, el novelista que reinventó el infierno prefabricado de toda esta cultura de conquista, la cultura del petróleo, me escribía en una carta, a mediados del 69: «¿Has visto un balancín, el aparato que extrae el petróleo crudo? Tiene la forma de un gran pájaro negro cuya cabeza puntiaguda sube y baja pesadamente, día y noche, sin detenerse un segundo: es el único buitre que no come mierda. ¿Qué pasará cuando oigamos el ruido característico del sorbedor al acabarse el líquido? La obertura grotesca ya empieza a escucharse en el lago de Maracaibo, donde de la noche a la mañana brotaron pueblos fabulosos con cinematógrafos, supermercados, dancings, hervideros de putas y garitos, donde el dinero no tenía valor. Hace poco hice un recorrido por ahí y sentí una garra en el estómago. El olor a muerto y a chatarra es más fuerte que el del aceite. Los pueblos están semidesiertos, carcomidos, todos ulcerados por la ruina, las calles enlodadas, las tiendas en escombros. Un antíguo buzo de las empresas se sumerge a diario, armado de una segueta, para cortar trozos de tuberías abandonadas y venderlas como hierro viejo. La gente empieza a hablar de las compañías como quien evoca una fábula dorada. Se vive de un pasado mítico y funambulesco de fortunas derrochadas en un golpe de dados y borracheras de siete días. Entre tanto, los balancines siguen cabeceando y la lluvia de dólares cae en Miraflores, el palacio de gobierno, para transformarse en autopistas y demás monstruos de cemento armado. Un setenta por ciento del país vive marginado de todo. En las ciudades prospera una atolondrada clase media con altos sueldos, que se atiborra de objetos inservibles, vive aturdida por la publicidad y profesa la imbecilidad y el mal gusto en forma estridente. Hace poco el gobierno anunció con gran estruendo que había exterminado el analfabetismo. Resultado: en la pasada fiesta electoral, el censo de inscritos arrojó un millón de analfabetos entre los dieciocho y los cincuenta años de edad.»
SEGUNDA PARTE
EL DESARROLLO ES UN VIAJE CON MAS NAUFRAGOS QUE NAVEGANTES
HISTORIA DE LA MUERTE TEMPRANA
LOS BARCOS BRITÁNICOS DE GUERRA SALUDABAN LA INDEPENDENCIA DESDE EL RÍO
En 1823, George Canning, cerebro del Imperio británico, estaba celebrando sus triunfos universales. El encargado de negocios de Francia tuvo que soportar la humillación de este brindis: «Vuestra sea la gloria del triunfo, seguida por el desastre y la ruina; nuestro sea el tráfico sin gloria de la industria y la prosperidad siempre creciente... La edad de la caballería ha pasado; y la ha sucedido una edad de economistas y calculadores». Londres vivía el principio de una larga fiesta; Napoleón había sido definitivamente derrotado algunos años atrás, y la era de la Pax Britannica se abría sobre el mundo. En América Latina, la independencia había remachado a perpetuidad el poder de los dueños de la tierra y de los comerciantes enriquecidos, en los puertos, a costa de la anticipada ruina de los países nacientes.
Las antiguas colonias españolas, y también Brasil, eran mercados ávidos para los tejidos ingleses y las libras esterlinas al tanto por ciento. Canning no se equivocaba al escribir, en 1824: «La cosa está hecha; el clavo está puesto, Hispanoamérica es libre; y si nosotros no desgobernamos tristemente nuestros asuntos, es inglesa»'(1 Williar. W.Kaufmann, La política británica y ta independencia de la América Latina (1804-1828), Caracas, 1963) La máquina de vapor, el telar mecánico y el perfeccionamiento de la máquína de tejer habían hecho madurar vertiginosamente la revolución industrial en Inglaterra. Se multiplicaban las fábricas y los bancos; los motores de combustión interna habían modernizado la navegación y muchos grandes buques navegaban hacia los cuatro puntos cardinales universalizando la expansión industrial inglesa.
La economía británica pagaba con tejidos de algodón los cueros del río de la Plata, el guano y el nitrato de Perú, el cobre de Chile, el azúcar de Cuba, el café de Brasil.
Las exportaciones industriales, los fletes, los seguros, los intereses de los préstamos y las utilidades de las inversiones alimentarían, a lo largo de todo el siglo XIX, la pujante prosperidad de Inglaterra. En realidad, antes de las guerras de independercia ya los ingleses controlaban buena parte del comercio legal entre España y sus colonias, y habían arrojado a las costas de América Latina un caudaloso y persistente flujo de mercaderías de contrabando. El tráfico de esclavos brindaba una pantalla eficaz para el comercio clandestino, aunque al fin y al cabo también las aduanas registraban, en toda América Latina, una abrumadora mayoría de productos que no provenían de España. El monopolio español no había existido, en los hechos, nunca: «... la colonia ya estaba perdida para la metrópoli mucho antes de 1810, y la revolución no representó más que un reconocirniento político de semejante estado de cosas». (2Manfred Kossok, El virreinato del Río de la Plata. Su estrructura económico-social, Buenos Aires, 1959.) Las tropas británicas habían conquistado Trinidad, en el Caribe, al precio de una sola baja, pero el comandante de la expedición, sir Ralph Abercromby, estaba convencido de que no serían fáciles otras conquistas militares en la América hispánica. Poco después, fracasaron las invasiones inglesas en el río de la Plata. La derrota dio fuerza ala opinión de Abercromby sobre la ineficacia de las expediciones armadas y el turno histórico de los diplomáticos, los mercaderes y los banqueros: un nuevo orden liberal en las colonias españolas ofrecería a Gran Bretaña la oportunidad de abarcar las nueve décimas partes del comercio de la América española (3 H. S. Ferns, Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX, Buenos Aires, 1966.). La fiebre de la independencia hervía en tierras hispanoamericanas. A partir de 1810 Londres aplicó una política zigzagueante y dúplice, cuyas fluctuaciones obedecieron a la necesidad de favorecer el comercio inglés, impedir que América Latina pudiera caer en manos norteamericanas o francesas y prevenir una posible infección de jacobinismo en los nuevos países que nacían a la libertad.
Cuando se constituyó la junta revolucionaria en Buenos Aires, el 25 de mayo de 1810, una salva de cañonazos de los buques británicos de guerra la saludó desde el río. El capitán del barco Mutíne pronunció, en nombre de Su Majestad, un inflamado discurso: el júbilo invadía los corazones británicos. Buenos Aires demoró apenas tres días en eliminar ciertas prohibiciones que dificultaban el comercio con extranjeros; doce días después, redujo del 50 por ciento al 7,5 por ciento los impuestos que gravaban las ventas al exterior de los cueros y el sebo.
Habían pasado seis semanas desde el 25 de mayo cuando se dejó sin efecto la prohibición de exportar el oro y la plata en monedas, de modo que pudieran fluir a Londres sin inconvenientes. En septiembre de 1811, un triunvirato reemplazó a la junta como autoridad gobernante: fueron nuevamente reducidos, y en algunos casos abolidos, los impuestos a la exportación y a la importación. A partir de 1813, cuando la Asamblea se declaró autoridad soberana, los comerciantes extranjeros quedaron exonerados de la obligación de vender sus mercaderías a través de los comerciantes nativos: «El comercio se hizo en verdad libre».(4 Ibid) Ya en 1812, algunos comerciantes británicos comunicaban al Foreign Office: «Hemos logrado reemplazar con éxito los tejidos alemanes y franceses». Habían reemplazado, también, la producción de los tejedores argentinos, estrangulados por el puerto librecambista, y el mismo proceso se registró, con variantes, en otras regiones de América Latina.
De Yorkshire y Lancashire, de los Cheviots y Gales, brotaban sin cesar artículos de algodón y de lana, de hierro y de cuero, de madera y porcelana. Los telares de Manchester, las ferreterías de Sheffield, las alfarerías de Worcester y Staffordshire, inundaron los mercados latinoamericanos. El comercio libre enriquecía a los puertos que vivían de la exportación y elevaba a los cielos el nivel de despilfarro de las oligarquías ansiosas por disfrutar de todo el lujo que el mundo ofrecía, pero arruinaba las incipientes manufacturas locales y frustraba la expansión del mercado interno. Las industrias domésticas, precarias y de muy bajo nivel técnico, habían surgido en el mundo colonial a pesar de las prohibiciones de la metrópoli y conocieron un auge, en vísperas de la independencia, como consecuencia del aflojamiento de los lazos opresores de España y de las dificultades de abastecimiento que la guerra europea provocó. En los primeros años del siglo XIX, los talleres estaban resucitando, después de los mortíferos efectos de la disposición que el rey había adoptado, en 1778, para autorizar el comercio libre entre los puertos de España y América. Un alud de mercaderías extranjeras había aplastado las manufacturas textiles y la producción colonial de alfarería y objetos de metal, y los artesanos no contaron con muchos años para reponerse del golpe: la independencia abrió del todo las puertas a la libre competencia de la industria ya desarrollada en Europa. Los vaivenes posteriores en las políticas aduaneras de los gobiernos de la independencia generarían sucesivas muertes y despertares de las manufacturas criollas, sin la posibilidad de un desarrollo sostenido en el tiempo.
LAS DIMENSIONES DEL INFANTICIDIO INDUSTRIAL
Cuando nacía el siglo XIX, Alexander von Humboldt calculó el valor de la producción manufacturera de México en unos siete u ocho millones de pesos, de los que la mayor parte correspondía a los obrajes textiles. Los talleres especializados elaboraban paños, telas de algodón y lienzos; más de doscientos telares ocupaban, en Querétaro, a mil quinientos obreros, y en Puebla trabajaban mil doscientos tejedores de algodón (5 Alexander von Humboldt, Ensayo sobre el reino de la Nueva España, México, 1944.). En Perú, los toscos productos de la colonia no alcanzaron nunca la perfección de los tejidos indígenas anteriores a la llegada de Pizarro, «pero su importancia económica fue, en cambio, muy grande» (6 Emilio Romero, Historia económica del Perú, Buenos Aires, 1949.). La industria reposaba sobre el trabajo forzado de los indios, encarcelados en los talleres desde antes que aclarara el día hasta muy entrada la noche. La independencia aniquiló el precario desarrollo alcanzado. En Ayacucho, Cacamorsa, Tarma, los obrajes eran de magnitud considerable. El pueblo entero de Pacaicasa, hoy muerto, «formaba un solo y vasto establecimiento de telares con más de mil obreros», dice Romero en su obra; Paucarcolla, que abastecía de frazadas de lana una región muy vasta, está desapareciendo «y actualmente no existe allí ni una sola fábrica» (7 Ibid.)'. En Chile, una de las más apartadas posesiones españolas, el aislamiento favoreció el desarrollo de una actividad industrial incipiente desde los albores mismos de la vida colonial. Había hilanderías, tejedurías, curtiembres; las jarcias chilenas proveían a todos los navíos del Mar del Sur; se fabricaban artículos de metal, desde alambiques y cañones hasta alhajas, vajilla fina y relojes; se construían embarcaciones y vehículos (8 Hernán Ramírez Necochea, Antecedentes económicos de ia independencia de Cbile, Santiago de Chile, 1959.). También en Brasil los obrajes textiles y metalúrgicos, que venían ensayando, desde el siglo XVIII, sus modestos primeros pasos, fueron arrasados por las importaciones extranjeras. Ambas actividades manufactureras habían conseguido prosperar en medida considerable a pesar de los obstáculos impuestos por el pacto colonial con Lisboa, pero desde 1807, la monarquía portuguesa, establecida en Río de Janeiro, ya no era más que un juguete en manos británicas, y el poder de Londres tenía otra fuerza.
«Hasta la apertura de los puertos, las deficiencias del comercio portugués habían obrado como barrera protectora de una pequeña industria local -- dice Caio Prado Júnior-; pobre industria artesana, es verdad, pero asimismo suficiente para satísfacer una parte del consumo interno. Esta pequeña industria no podrá sobrevivir a la libre competencia extranjera, aún en los más insignificantes productos.» (9 Caio Prado Júnior, Historia económica del Brasil, Buenos , Aires, 1960.) Bolivia era el centro textil más importante del virreinato rioplatense. En Cochabamba había, al filo del siglo, ochenta mil personas dedicadas a la fabricación de lienzos de algodón, paños y manteles, según el testimonio del intendente Francisco de Viedma. En Oruro y La Paz también habían surgido obrajes que, junto con los de Cochabamba, brindaban mantas, ponchos y bayetas muy resistentes a la población, las tropas de línea del ejército y las guarniciones de frontera. Desde Mojos, Chiquitos y Guarayos provenían finísimas telas de lino y de algodón, sombreros de paja, vicuña o carnero y cigarros de hoja. «Todas estas industrias han desaparecido ante la competencia de artículos similares extranjeros... », comprobaba, sin mayor tristeza, un volumen dedicado a Bolivia en el primer centenario de su independencia (10 The University Sociery, Bolivia en el primer centenario le su independencia, La Paz, 1925).
El litoral de Argentina era la región más atrasada y menos poblada del país, antes de que la independencia trasladara a Buenos Aires, en perjuicio de las provincias mediterráneas, el centro de gravedad de la vida económica y política. A principios del siglo XIX, apenas la décima parte de la población argentina residía en Buenos Aires, Santa Fe o Entre Ríos (11 Luis C. Alen Lascano, Imperialismo y comercio libre, Buenos Aires, 1963.). Con ritmo lento y por medios rudimentarios se había desarrollado una industria nativa en las regiones del centro y el norte, mientras que en el litoral no existía, según decía en 1795 el procurador Larramendi, «ningún arte ni manufactura». En Tucumán y Santiago del Estero, que actualmente son pozos de subdesarrollo, florecían los talleres textiles, que fabricaban ponchos de tres clases distintas, y se producían en otros talleres excelentes carretas y cigarros y cigarrillos, cueros y suelas. De Catamarca nacían lienzos de todo tipo, paños finos, bayetillas de algodón negro para que usaran los clérigos; Córdoba fabricaba más de setenta mil ponchos, veinte mil frazadas y cuarenta mil varas de bayeta por año, zapatos y artículos de cuero, cinchas y vergas, tapetados y cordobanes. Las curtiembres y talabarterías más importantes estaban en Corrientes. Eran famosos los finos sillones de Salta. Mendoza producía entre dos y tres millones de litros de vino por año, en nada inferiores a los de Andalucía, y San Juan destilaba 350 mil litros anuales de arguardiente. Mendoza y San Juan formaban «la garganta del comercio» entre el Atlántico y el Pacífíco en América del Sur '(12 Pedro Santos hlartirez, Ias industrias durante el virreinato (1776-18101, Buenos Aires, 1969.).
Los agentes comerciales de Manchester, Glasgow y Liverpool recorrieron Argentina y copiaron los modelos de los ponchos santiagueños y cordobeses y de los artículos de cuero de Corrientes, además de los estribos de palo dados vuelta «al uso del país». Los ponchos argentinos valían siete pesos; los de Yorkshire, tres. La industria textil más desarrollada del mundo triunfaba al galope sobre las tejedurías nativas, y otro tanto ocurría en la producción de botas, espuelas, rejas, frenos y hasta clavos. La miseria asoló las provincias interiores argentinas, que pronto alzaron lanzas contra la dictadura del puerto de Buenos Aíres. Los principales mercaderes (Escalada, Belgrano, Pueyrredón, Vieytes, Las lleras, Cerviño) habían tomado el poder arrebatado a España y el comercio les brindaba la posibilidad de comprar sedas y cuchillos ingleses, paños finos de Louviers, encajes de Flandes, sables suizos, ginebra holandesa, jamones de Westfalia y habanos de Hamburgo (13 Ricardo Levene, introducción a Documentos para la bistoria argentina, 1915, en Obras completas, Buenos Aires, 1962.). A cambio, la Argentina exportaba cueros, sebo, huesos, carne salada, y los ganaderos de la provincia de Buenos Aires extendían sus mercados gracias al comercio libre.
El cónsul inglés en el Plata, Woodbine Parish, describía en 1837 a un recio gaucho de las pampas: «Tómense todas las piezas de su ropa, examínese todo lo que lo rodea y exceptuando lo que sea de cuero, ¿qué cosa habrá que no sea inglesa? Si su mujer tiene una pollera, hay diez posibilidades contra una que sea manufactura de Manchester. La caldera u olla en que cocina, la taza de loza ordinaria en la que come, su cuchillo, sus espuelas, el freno, el poncho que lo cubre, todos son efectos llevados de Inglaterra» (14 Woodbine Parish, Buenos Aires y las Provincias d(-l Riu de la Plata. Buenos Aires, 1958.). Argentina recibía de Inglaterra hasta las piedras de las veredas.
Aproximadamente por la misma época, James Watson Webb, embajador de los Estados Unidos en Río de Janeiro, relataba: «En todas las haciendas del Brasil, los amos y sus esclavos se visten con manufacturas del trabajo libre, y nueve décimos de ellas son inglesas. Inglaterra suministra todo el capital necesario para las mejoras internas de Brasil y fabrica todos los utensilios de uso corriente, desde la azada para arriba, y casi todos los artículos de lujo o de uso práctico, desde el alfiler hasta el vestido más caro. La cerámica inglesa, los artículos ingleses de vidrio, hierro y madera son tan corrientes corno los paños de lana y los tejidos de algodón. Gran Bretaña suministra a Brasil sus barcos de vapor y de vela, le hace el empedrado y le arregla las calles, ilumina con gas las ciudades, le construye las vías férreas, le explora las minas, es su banquero, le levanta las lineas teìegráficas, le transporta el correo, le construye los muebles, motores, vagones...» (15 Paulo Schilling, Brasil para extranjeros, Montevideo, 1966.). La euforia de la libre importación enloquecía a los mercaderes de los puertos; en aquellos años, Brasil recibía también ataúdes, ya forrados y listos para el alojamiento de los difuntos, sillas de montar, candelabros de cristal, cacerolas y patines para hielo, de uso más bien improbable en las ardientes costas del trópico; también billeteras, aunque no existía en Brasil el papel moneda, y una cantidad inexplicable de instrumentos de matemáticas `(16 Alan K. Manchester, British Preeminente in Brazil: its Rise and Decline, Chapel Hill, Carolina del Norte, 1933.). El Tratado de Comercio y Navegación firmado en 1810 gravaba la importación de los productos ingleses con una tarifa menor que la que se aplicaba a los productos portugueses, y su texto había sido tan atropelladamente traducido del idioma inglés que la palabra policy, por ejemplo, pasó a significar, en portugués, policía en lugar de política (17 Cclso Furtado, Formación económica del Brasil, MéxicoBuenos Aires, 1959.). Los ingleses gozaban en Brasil de un derecho de justicia especial, que los sustraía a la jurisdicción de la justicia nacional: Brasil era «un miembro no oficial del imperio económico de Gran Bretaña» ('8 J. F Normano, Evolucão económica do Brasil, São Paulo, 1934)..
A mediados de siglo, un viajero sueco llegó a Valparaíso y fue testigo del derroche y la ostentación que la libertad de comercio estimulaba en Chile: «La única forma de elevarse es someterse -escribió-- a los dictámenes de las revistas de modas de París, a la levita negra y a todos los accesorios que corresponden... La señora se compra un elegante sombrero, que la hace sentirse consumadamente parisiense, mientras el marido se coloca un tieso y alto corbatón y se siente en el pináculo de la cultura europea» `(19 Gustavo Beyhaut, Raíces contemporáneas de América Latina, Buenos Aires, 1964.) Tres o cuatro casas inglesas se habían apoderado del mercado del cobre chileno, y manejaban los precios según los intereses de las fundiciones de Swansea, Liverpool y Cardiff. El Cónsul General de Inglaterra informaba a su gobierno, en 1838, acerca del «prodigioso incremento» de las ventas de cobre, que se exportaba «principalmente, si no por completo, en barcos británicos o por cuenta de británicos» (20 Hernán Ramírez Necochea, Historia del imperialismo en Chile, Santiago de Chile, 1960.) . Los comerciantes ingleses monopolizaban el comercio en Santiago y Valparaíso, y Chile era el segundo mercado latinoamericano, en orden de importancia, para los productos británicos.
Los grandes puertos de América Latina, escalas de tránsito de las riquezas extraídas del suelo y del subsuelo con destino a los lejanos centros de poder, se consolidaban como instrumentos de conquista y dominación contra los países a los que pertenecían, y eran los vertederos por donde se dilapidaba la renta nacional. Los puertos y las capitales querían parecerse a París o a Londres, y a la retaguardia tenían el desierto.
PROTECCIONISMO Y LIBRECAMBIO EN AMÉRICA LATINA: EL BREVE VUELO DE LUCAS ALAMÁN
La expansión de los mercados latinoamericanos aceleraba la acumulación de capitales en los viveros de la industria británica. Hacía ya tiempo que el Atlán tico se había convertido en el eje del comercio mundial, y los ingleses habían sabido aprovechar la ubicación de su isla, llena de puertos, a medio camino del Báltico y del Mediterráneo y apuntando a las costas de América. Inglaterra organizaba un sistema universal y se convertía en la prodigiosa fábrica abastecedora del planeta: del mundo entero provenían las materias primas y sobre el mundo entero se derramaban las mercancías elaboradas. El Imperio contaba con el puerto más grande y el más poderoso aparato financiero de su tiempo; tenía el más alto nivel de especialización comercial, disponía del monopolio mundial de los seguros y los fletes, y dominaba el mercado internacional del oro. Friederich List, padre de la unión aduanera alemana, había advertido que el libre comercio era el principal producto de exportación de Gran Bretaña (21 Este economista alemán, nacido en 1789, propagó en los Estados Unídos y en su propia patria la doctrina del proteccionismo aduanero y el fomento industrial. Se suicidó en 1846, pero sus ideas se impusieron en ambos países.). Nada enfurecía a los ingleses tanto como el proteccionismo aduanero y a veces lo hacían saber en un lenguaje de sangre y fuego, como en la Guerra del Opio contra China. Pero la libre competencia en los mercados se convirtió en una verdad revelada para Inglaterra, sólo a partir del momento en que estuvo segura de que era la más fuerte, y después de haber desarrollado su propia industria textil al abrigo de la legislación proteccionista más severa de Europa. En los difíciles comienzos, cuando todavía la industria británica corría con desventaja, el ciudadano inglés al que se sorprendía exportando lana cruda, sin elaborar, era condenado a perder la mano derecha, y si reincidía, lo ahorcaban; estaba prohibido enterrar un cadáver sin que antes el párroco del lugar certificara que el sudario provenía de una fábrica nacional'(22 Claudio Véliz, La mesa de tres patas, en Desarrollo económico, vol. 3, núms. 1 y 2, Santiago de Chile, septiembre de 1963.).
«Todos los fenómenos destructores suscitados por la libre concurrencia en el interior de un país -advirtió Marx- se reproducen en proporciones más gigantescas en el mercado mundial.» '(23 «Nada de extraño tiene que los librecambistas sean incapaces de comprender cómo un país puede enriquecerse a costa de otro, pues estos mismos señores tampoco quieren comprender cónio en el interior de un país una clase puede enriquecerse a costa de otra.» Karl Marx, Discurso sobre el libre cambio, en Miseria de la filosofia, Moscú, s. f.). El ingreso de América Latina en la órbita británica, de la que sólo saldría para incorporarse a la órbita norteamericana, se dio en el marco de este cuadro general, y en él se consolidó la dependencia de los independientes países nuevos. La libre circulación de mercaderías y la libre circulación del dinero para los pagos y la transferencia de capitales tuvieron consecuencias dramáticas.
En México, Vicente Guerrero llegó al poder, en 1829, «a hombros de la desesperación artesana, insuflada por el gran demagogo Lorenzo de Zavala, que arrojó sobre las tiendas repletas de mercancías inglesas del Parián a una turba hambrienta y desesperada» (24 Luis Chávez Orozco, La industria de transformación mexicana (1821-1867), en Banco Nacíonal de Comercio Exterior, Colección de documentos para la historia del comercio exterior de México, tomo VII, México, 1962.).
Poco duró Guerrero en el poder, y cayó en medio de la indiferencia de los trabajadores, porque no quiso o no pudo poner un dique a la importación de las mercancías europeas «por cuya abundancia --díce Chávez Orozco- gemían en el desempleo las masas artesanas de las ciudades que antes de la independencia, sobre todo en los períodos bélicos de Europa, vivían con cierta holgura». La industria mexicana había carecido de capitales, mano de obra suficiente y técnicas modernas; no había tenido una organización adecuada, ni vías de comunicación y medios de transporte para llegar a los mercados y a las fuentes de abastecimiento. «Lo único que probablemente le sobró --dice Alonso Aguilar- fueron interferencias, restricciones y trabas de todo orden.» '(25 Alonso Aguilar Monteverde, Dialéctica de la economía mexicana, México, 1968.). Pese a ello, como observara Humboldt, la industria había despertado en los momentos de estancamiento del comercio exterior, cuando se interrumpían o se dificultaban las comunicaciones marítimas, y había empezado a fabricar acero y a hacer uso del hierro y el mercurio. El liberalismo que la independencia trajo consigo agregaba perlas a la corona británica y paralizaba los obrajes textiles y metalúrgicos de México, Puebla y Guadalajara.
Lucas Alamán, un político conservador de gran capacidad, advirtió a tiempo que las ideas de Adam Smith contenían veneno para la economía nacional y propició, como ministro, la creación de un banco estatal, el Banco de Avío, con el fin de impulsar la industrialización. Un impuesto a los tejidos extranjeros de algodón proporcionaría al país los recursos para comprar en el exterior las maquinarias y los medios técnicos que México necesitaba para abastecerse con tejidos de algodón de fabricación propia. El país disponía de materia prima, contaba con energía hidráulica más barata que el carbón y pudo formar buenos operarios rápidamente. El Banco nació en 1830, y poco después llegaron, desde las mejores fábricas europeas, las maquinarias más modernas para hilar y tejer algodón; además, el Estado contrató expertos extranjeros en la técnica textil. En 1844, las grandes plantas de Puebla produjeron un millón cuatrocientos mil cortes de manta gruesa. La nueva capacidad industrial del país desbordaba la demanda interna; el mercado de consumo del «reino de la desigualdad», formado en su gran mayoría por indios hambrientos, no podía sostener la continuidad de aquel desarrollo fabril vertiginoso. Contra esta muralla chocaba el esfuerzo por romper la estructura heredada de la colonia. A tal punto se había modernizado, sin embargo, la industria, que las plantas textiles norteamericanas contaban en promedio con menos husos que las plantas mexicanas, hacia 1840 '(26 Jan Bazant, Estudio sobre la productividad de la industria algodonera mexicana en 1843-1845 (Lucas Alamán y la Revolución industrial en México), en Banco Nacional de Comercio Exterior, op. cit.). Diez años después, la proporción se había invertido con creces. La inestabilidad política, las presiones de los comerciantes ingleses y franceses y sus poderosos socios internos, y las mezquinas dimensíones del mercado interno, de antemano estrangulado por la economía minera y latifundista, dieron por tierra con el experimento exitoso. Antes de 1850, ya se había suspendido el progreso de la industría textil mexicana. Los creadores del Banco de Avío habían ampliado su radio de acción y, cuando se extinguió, los créditos abarcaban también las tejedurías de lana, las fábricas de alfombras y la producción de hierro y de papel. Esteban de Antuñano sostenía, incluso, la necesidad de que México creara cuanto antes una industria nacional de maquinarias, «para contrarrestar el egoísmo europeo». El mayor mérito del ciclo industrializador de Alamán y Antuñano reside en que ambos restablecieron la identidad «entre la independencia política y la independencia económica, y en el hecho de preconizar, como único camino de defensa, en contra de los pueblos poderosos y agresivos, un enérgico impulso a la economía industrial» (27 Luis Chávez Orozco, op. cit.). El propio Alamán se hizo industrial, creó la mayor fábrica textil mexicana de aquel tiempo (se llamaba Cocolapan; todavía existe) y organizó a los industriales como grupo de presión ante los sucesivos gobiernos librecambistas '(28 En el tomo III de la citada colección de documentos del Banco Nacional de Comercio Exterior se transcriben varios alegatos proteccionistas publicados en EL Siglo XIX a fines de 1850: «Pasada ya la conquista de la civilizacién española con sus tres siglos de dominación militar, entró México ern una nueva era, que también puede llamarse de conquista, pero científica y mercantil... Su potencia son los buques mercantes; su predicación es la absoluta libertad económica; su norma poderosísima con los pueblus menos adelantados es la ley de la reciprocidad... "Llevad a Europa --se nos dijo- cuantas manufacturas podáis (excepto, sin embargo, las que nosotros prohibimos), y en recompensa permitid que traigamos cuantas manufacturas podamos, aunque sea arruinando vuestras artes"..
Adoptemos las doctrinas que ellos [nuestros señores del otro lado del océano y del río Bravo] dan y no toman y nuestro erario crecerá un poco, si se quiere..., pero no será fomentando el trabajo del pueblo mexicano, sino el de los pueblos inglés y francés, suizo y de Norteamérica..). Pero Alamán, conservador y católico, no llegó a plantear la cuestión agraria, porque él mismo se sentía ideológicamente ligado al viejo orden, y no advirtió que el desarrollo industrial estaba de antemano condenado a quedar en el aire, sin bases de sustentación, en aquel país de latifundios infinitos y miseria generalizada LAS LANZAS MONTONERAS Y EL ODIO QUE SOBREVIVIÓ A JUAN MANUEL DE ROSAS Proteccionismo contra librecambio, el país contra el puerto: ésta fue la pugna que ardió en el trasfondo de las guerras civiles argentinas durante el siglo pasado.
Buenos Aires, que en el siglo XIII no había sido más que una gran aldea de cuatrocientas casas, se apoderó de la nación entera a partir de la revolución de mayo y la independencia. Era el puerto único, y por sus horcas caudinas debían pasar todos los productos que entraban y salían del país. Las deformaciones que la hegemonía porteña impuso a la nación se advierten claramente en nuestros días: la capital abarca, con sus suburbios, más de la tercera parte de la población argentina total, y ejerce sobre las provincias diversas formas de proxenetismo. En aquella época, detentaba el monopolio de la renta aduanera, de los bancos y de la emisión de moneda, y prosperaba vertiginosamente a costa de las provincias interiores. La casi totalidad de los ingresos de Buenos Aires provenía de la aduana nacional, que el puerto usurpaba en provecho propio, y más de la mitad se destinaba a los gastos de guerra contra las provincias, que de este modo pagaban para ser aniquiladas (29 Miron Burgin, Aspectos económicos del federalismo argentino, Buenos Aires, 1960.).
Desde la Sala de Comercio de Buenos Aires, fundada en 1810, los ingleses tendían sus telescopios para vigilar el tránsito de los buques, y abastecían a los porteños con paños finos, flores artificiales, encajes, paraguas, botones y chocolates, mientras la inundación de los ponchos y los estribos de fabricación inglesa hacía sus estragos país adentro. Para medir la importancia que el mercado mundial atribuía por entonces a los cueros rioplatenses, es preciso trasladarse a una época en la que los plásticos y los revestimientos sintéticos no existían ni siquiera como sospecha en la cabeza de los químicos. Níngún escenario más propicio que la fértil llanura del litoral para la producción ganadera en gran escala. En 1816, se descubrió un nuevo sistema que permitía conservar indefinidamente los cueros por medio de un tratamiento de arsénico; prosperaban y se multiplicaban, además, los saladeros de carne. Brasil, las Antillas y Africa abrían sus mercados a la importación de tasajo, y a medida que la carne salada, cortada en lonjas secas, iba ganando consumidores extranjeros, los consumidores argentinos notaban el cambio. Se crearan impuestos al consumo interno de carne, a la par que se desgravaban las exportaciones; en pocos años, el precio de los novillos se multiplicó por tres y las estancias valorizaron sus suelos.
Los gauchos estaban acostumbrados a cazar libremente novillos a cielo abierto, en la pampa sin alambrados, para comer el lomo y tirar el resto, con la sola obligación de entregar el cuero al dueño del campo. Las cosas cambiaron. La reorganización de la producción implicaba el sometimiento del gaucho nómada a una nueva dependencia servil: un decreto de 1815 estableció que todo hombre de campo que no tuviera propiedades sería reputado sirviente, con la obligación de llevar papeleta visada por su patrón cada tres meses. O era sirviente, o era vago, y a los vagos se los enganchaba, por la fuerza, en los batallones de frontera (30 Juan Alvarez, Las guerras civiles argentinas, Buenos Aires, 1912). El criollo bravío, que había servido de carne de cañón en los ejércitos patriotas, quedaba convertido en paria, en peón miserable o en milico de fortín. O se rebelaba, lanza en mano, alzándose en el remolino de las montoneras . Este gaucho arisco, desposeído de todo salvo la gloria y el coraje, nutrió las cargas de caballería que una y otra vez desafiaron a los ejércitos de línea, bien armados, de Buenos Aires.
(31 La montonera «nace en escampado como los remolinos. Arremete, brama y troza como los remolinos, y se detiene, repentina, y muere como ellos» (Dardo de la Vega Díaz, La Rioja beroica, Mendoza, 1955).
José Hernández, que fue soldado de la causa federal, cantó en el Martín Fierro, el más popular de los libros argentinos, las desdichas del gaucho desterrado de su querencia y perseguido por la autoridad: Vive el águila en su nido, el tigre vive en ia seiva, el zorro en la cueva agena, y ea su destino incostante, sólo el gaucho vive errante donde la suerte lo lleva.
Porque: Para él son los calabozos, para él les duras prisiones, en su boca no hay razones aunque la razón le sobre, que son campanas de palo las razones de los pobres Jorge Abelardo Ramos observa (Revolución y contrarrevolución en la Argentina, Buenos Aires, 1965) que los dos apellidos verdaderos que aparecen en el Martín Fierro son los de Anchorena y Gaínza, nombres representativos de la oligarquía que exterminó al criollaje en armas, y en nuestros días ambos se han fundido en la familia propietaria del diario La Prensa.
Ricardo Güiraldes mostro en Don Segundo Sombra (Buenos Aires, 1939) la contratara del Martín Fierro: el gaucho domesticado, atado al jornal, adulón del amo, de buen uso para el folklore nostalgioso o la lástima.
La aparición de la estancia capitalista, en la pampa húmeda del litoral, ponía a todo el país al servicio de las ex portaciones de cuero y carne y marchaba de la mano con la dictadura del puerto librecambista de Buenos Aires. El uruguayo José Artigas había sido, hasta la derrota y el exilio, el más lúcido de los caudillos que encabezaron el combate de las masas criollas contra los comerciantes y los terratenientes atados al mercado mundial, pero muchos años después todavía Felipe Varela fue capaz de desatar una gran rebelión en el norte argentino porque, como decía su proclama, «ser provinciano es ser mendigo sin patria, sin libertad, sin derechos». Su sublevación encontró eco resonante en todo el interior mediterráneo.
Fue el último montonero; murió, tuberculoso y en la miseria, en 1870 (32 Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde, Felipe Varela contra el Imperio Británico, Buenos Aíres, 1966. En 1870, también caía bañado en sangre por la invasión extranjera Paraguay, único Estado latinoamericano que no había entrado en la prisión imperialista.). El defensor de la «Unión Americana», proyecto de resurrección de la Patria Grande despedazada, es todavía un bandolero, como lo era Artigas hasta no hace mucho, para la historia argentina que se enseña en las escuelas.
Felipe Varela había nacido en un pueblito perdido entre lassierras de Catamarca y había sido un dolorido testigo de la pobreza de su provincia arruinada por el puerto soberbio y lejano. A fines de 1824, cuando Varela tenía tres años de edad, Catamarca no pudo pagar los gastos de los delegados que envió al Congreso Constituyente que se reunió en Buenos Aires, y en la misma situación estaban Misiones, Santiago del Estero y otras provincias. El diputado catamarqueño Manuel Antonio Acevedo denunciaba «el cambio ominoso» que la competencia de los productos extranjeros había provocado: «Catamarca ha mirado hace algún tiempo, y mira hoy, sin poderlo remediar, a su agricultura, con productos inferiores a sus expensas; a su industria, sin un consumo capaz de alentar a los que la fomentan y ejercen, y a su comercio casi en el último abandono» (33 Miron Burgin, op. cit.). El representante de la provincia de Corrientes, brigadier general Pedro Ferré, resumía así, en 1830, las consecuencias posibles del proteccionismo que él propugnaba: «Sí, sin duda un corto número de hombres de fortuna padecerán, porque se privarán de tomar en su mesa vinos y licores exquisitos... Las clases menos acomodadas no hallarán mucha diferencia entre los vinos y licores que actualmente beben, sino en el precio, y disminuirán el consumo, lo que no creo sea muy perjudicial. No se pondran nuestros paisanos ponchos ingleses; no llevarán bolas y lazos hechos en Inglaterra; no vestiremos ropa hecha en extranjería, y demás renglones que podemos proporcionar; pero, en cambio, empezará a ser menos desgraciada la condición de pueblos enteros de argentinos, y no nos perseguirá la idea de la espantosa miseria a que hoy son condenados.» (34 Juan AlVarez; op. cit.) Dando un paso importante hacia la reconstrucción de la unidad nacional desgarrada por la guerra, el gobierno de Juan Manuel de Rosas dictó en 1835 una ley de aduanas de signo acentuadamente proteccionista. La ley prohibía la importación de manufacturas de hierro y hojalata, aperos de caballo, ponchos, ceñidores, fajas de lana o algodón, jergones, productos de granja, ruedas de carruajes, velas de sebo y peines, y gravaba con fuertes derechos la introducción de coches, zapatos, cordones, ropas, monturas, frutas secas y bebidas alcohólicas. No se cobraba impuesto a la carne transportada en barcos de bandera argentina, y se impulsaba la talabartería nacional y el cultivo del tabaco. Los efectos se hicieron notar sin demora. Hasta la batalla de Caseros, que derribó a Rosas en 1852, navegaban por los ríos las goletas y los barcos construidos en los astilleros de Corrientes y Santa Fe, había en Buenos Aires más de cien fábricas prósperas y todos los viajeros coincidían en señalar la excelencia de los tejidos y zapatos elaborados en Córdoba y Tucumán, los cigarrillos y las artesanías de Salta, los vinos y aguardientes de Mendoza y San Juan. La ebanistería tucumana exportada a Chile, Bolivia y Perú (35 Jorge Abelardo Ramos, op. cit). Diez años después de la aprobación de la ley, los buques de guerra de Inglaterra y Francia rompieron a cañonazos las cadenas extendidas a través del Paraná, para abrir la navegación de los ríos interiores argentinos que Rosas mantenía cerrados a cal y canto. A la invasión sucedió el bloqueo. Diez memoriales de los centros industriales de Yorkshire, Liverpool, Manchester, Leedse Halifax y Bradford, suscritos por mil quinientos banqueros, comerciantes e industriales, habían urgido al gobierno inglés a tomar medidas contra las restricciones impuestas al comercio en el Plata. El bloqueo puso de manifiesto, pese a los progresos alumbrados por la ley de aduanas, las limitaciones de la industria nacional, que no estaba capacitada para satisfacer la demanda interna. En realidad, desde 1841 el proteccionismo venía languideciendo, en lugar de acentuarse; Rosas expresaba como nadie los intereses de los estancieros saladeristas de la provincia de Buenos Aires, y no existía, ni nació, una burguesía industrial capaz de impulsar el desarrollo de un capitalismo nacional auténtico y pujante: la gran estancia ocupaba el centro de la vida económica del país, y ninguna política industrial podía emprenderse con independencia y vigor sin abatir la omnipotencia del latifundio exportador. Rosas permaneció siempre, en el fondo, fiel a su clase. «El hombre más de a caballo de toda la provincia» (36 José Luis Busaniche, Rosas visto por sus contemporáneos, Buenos Aires, 1955.), guitarrero y bailarín, gran domador, que se orientaba en las noches de tormenta y sin estrellas masticando unas hebras de pasto para identificar el rumbo, era un gran estanciero productor de carne seca y cueros, y los terratenientes lo habían convertido en su jefe. La leyenda negra que luego se urdió para difamarlo no puede ocultar el carácter nacional y popular de muchas de sus medidas de gobierno, pero la contradicción de clases explica la ausencia de una política industrial dinámica y sostenida, más allá de la cirugía aduanera en el gobierno del caudillo de los ganaderos(37 José Rivera Indarte realizó, en sus célebres Tablas de sangre, un inventario de los crímenes de Rosas, para estremecer la sensibilidad europea. Según el Atlas de Londres, la casa bancaria inglesa de Samuel Lafone pagó al escritor un penique por muerto. Rosas había prohibido la exportación de oro y plata, duro golpe al Imperio, y había disuelto el Banco Nacional, que era un instrumento del comercio británico. John F. Cady, La - intervención extranjera en el Río de la Plata, Buenos Aires, 1943.). Esa ausencia no puede atribuirse a la inestabilidad y las penurias implícitas en las guerras nacionales y el bloqueo extranjero, porque al fin y al cabo había sido en medio del torbellino de una revolución acosada como José Artigas había articulado, veinte años antes, sus normas industrialistas e integradoras con una reforma agraria en profundidad.
Vivian Trías ha comparado, en un libro fecundo (38 Vívian Trías, Juan Manuel de Rosas. Montevideo, 1970.), el proteccionismo de Rosas con el ciclo de medidas que Artigas irradió desde la Banda oriental, entre 1813 y 1815, para conquistar la verdadera independencia del área del virreinato rioplatense. Rosas no prohibió a los mercaderes extranjeros ejercer el comercio en el mercado interno, ni devolvió al país las rentas de la aduana que Buenos Aires continuó usurpando, ni terminó con la dictadura del puerto único. En cambio, la nacionalización del comercio interior y la quiebra del monopolio portuario y aduanero de Buenos Aires habían sido capítulos fundamentales, como la cuestión agraria, de la política artiguista. Artigas había querido la libre navegación de los ríos interiores, pero Rosas nunca abrió a las provincias esta llave de acceso al comercio de ultramar. Rosas también permaneció fíel, en el fondo, a su provincia privilegiada. Pese a todas estas limitaciones, el nacionalismo y el populismo del «gaucho de ojos azules» continúan generando odio en las clases dominantes argentinas. Rosas sigue siendo «reo de lesa patria», de acuerdo con una ley de 1857 todavía vigente, y el país se niega todavía a abrir una sepultura nacional para sus huesos enterrados en Europa. Su imagen oficial es la imagen de un asesino.
Superada la herejía de Rosas, la oligarquía se reencontró con su destino. En 1858, el presidente de la comisión directiva de la exposición rural declaraba inaugurada la muestra con estas palabras: «Nosotros, en la infancia aún, contentémonos con la humilde idea de enviar a aquellos bazares europeos nuestros productos y materias primas, para que nos los devuelvan transformados por medio de los poderosos agentes de que disponen. Materias primas es lo que Europa pide, para cambiarlas en ricos artefactos.» (39 Discurso de Gervasio A. de Posadas. Citado por Dardo Cúneo, Comportamiento y crisis de la clase empresaria, Buenos Aires, 1967. En 1876, el ministro de Hacienda dijo en el Congreso: «...No debemos poner un derecho exagerado que haga imposible la introducción del calzado, de una manera que mientras cuatro remendones aquí florecen, mil fabrican tes de calzado extranjero no pueden vender un solo par de zapatos».) El ilustre Domingo Faustino Sarmiento y otros escritores liberales vieron en la montonera campesina no más que el símbolo de la barbarie, el atraso y la ignorancia, el anacronismo de las campañas pastoriles frente a la civilización que la ciudad encarnaba, el poncho y el chiripá contra la levita; la lanza y el cuchillo contra la tropa de línea; el analfabetismo contra la escuela (40 Armando Raúl Bazán, Las bases sociales de la montonera, en Revista de historia americana y argentina, núms. 7 y 8, Mendoza, 1962-63.). En 1861, Sarmiento escribía a Mitre: «No trate de economizar sangre de gauchos, es lo único que tienen de humano. Este es un abono que es preciso hacer útil al País.» Tanto desprecio y tanto odio revelaban una negación de la propia patria, que tenía, claro está, también una expresión de política económica: «No somos ni industriales ni navegantes -afirmaba Sarmiento-, y la Europa nos proveerá por largos siglos de sus artefactos en cambio de nuestras materias primas.» (41 Domingo Faustino Sarmiento, Facundo, Buenos Aires 1952.) El presidente Bartolomé Mitre llevó adelante, a partir de 1862, una guerra de exterminio contra las provincias y sus últimos caudillos. Sarmiento fue designado director de la guerra y las tropas marcharon al norte a matar gauchos, «animales bípedos de tan perversa condición». En La Rioja, el Chacho Peñaloza, general de los llanos, que extendía su influencia sobre Mendoza y San Juan, era uno de los últimos reductos de la rebelión contra el puerto, y Buenos Aires consideró que había llegado el momento de terminar con él. Le cortaron la cabeza y la clavaron, en exhibición, en el centro de la Plaza de Olta. El ferrocarril y los caminos culminaron la ruina de La Rioja, que había comenzado con la revolución de 1810: el librecambio había provocado la crisis de sus artesanías y había acentuado la crónica pobreza de la región. En el siglo xx, los campesinos riojanos huyen de sus aldeas en las montañas o en los llanos, y bajan hacia Buenos Aires a ofrecer sus brazos: sólo llegan, como los campesinos humildes de otras provincias, hasta las puertas de la ciudad. En los suburbios encuentran sitio junto a otros setecientos mil habitantes de las villas miserias y se las arreglan, mal que bien, con las migas que les arroja el banquete de la gran capital. ¿Nota usted cambios en los que se han ido y vuelven de visita?, preguntaron los sociólogos a los ciento cincuenta sobrevivientes de una aldea riojana, hace pocos años. Con envidia advertían, los que se habían quedado, que Buenos Aires había mejorado el traje, los modales y la manera de hablar de las emigrados. Algunos los encontraban, incluso, «más blancos» (42 Mario Margulis, Migración y marginalidad en la sociedad argentina, Buenos Aires, 1968).
LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA CONTRA EL PARAGUAY ANIQUILÓ LA ÚNICA EXPERIENCIA EXITOSA DE DESARROLLO INDEPENDIENTE
El hombre viajaba a mi lado, silencioso. Su perfil, nariz afilada, altos pómulos, se recortaba contra la fuerte luz del mediodía. Ibamos rumbo a Asunción, desde la frontera del sur, en un ómnibus para veinte personas que contenía, no sé cómo, cincuenta. Al cabo de unos horas, hicimos un alto. Nos sentamos en un patio abierto, a la sombra de un árbol de hojas carnosas. A nuestros ojos, se abría el brillo enceguecedor de la vasta, despoblada, intacta tierra roja: de horizonte a horizonte, nada perturba la transparencia del aire en Paraguay. Fumamos. Mi compañero, campesino de habla guaraní, enhebró algunas palabras tristes en castellano. «Los paraguayos somos pobres y pocos», me dijo. Me explicó que había bajado a Encarnación a buscar trabajo pero no había encontrado. Apenas si había podido reunir unos pesos para el pasaje de vuelta. Años atrás, de muchacho, había tentado fortuna en Buenos Aires y en el sur de Brasil. Ahora venía la cosecha del algodón y muchos braceros paraguayos marchaban, como todos los años, rumbo a tierras argentinas. «Pero yo ya tengo sesenta y tres años. Mi corazón ya no soporta las demasiadas gentes.» Suman medio millón los paraguayos que han abandonado la patria, definitivamente, en los últimos veinte años. La miseria empuja al éxodo a los habitantes del país que era, hasta hace un siglo, el más avamzado de América del Sur. Paraguay tiene ahora una población que apenas duplica a la que por entonces tenía y es, con Bolivia, uno de los dos países sudamericanos más pobres y atrasados. Los paraguayos sufren la herencia de una guerra de exterminio que se incorporó a la historia de América Latina como su capítulo más infame. Se llamó la Guerra de la Triple Alianza. Brasil, Argentina y Uruguay tuvieron a su cargo el genocidio. No dejaron piedra sobre piedra ni habitantes varones entre los escombros. Aunque Inglaterra no participó directamente en la horrorosa hazaña, fueron sus mercaderes, sus banqueros y sus industriales quienes resultaron beneficiados con el crimen de Paraguay. La invasión fue financiada, de principio a fin, por el Banco de Londres, la casa Baring Brothers y la banca Rothschild, en empréstitos con, intereses leoninos que hipotecaron la suerte de los países vencedores ".(43 Para escribir este capítulo, el autor consultó las siguientes obras: Tuan Bautista Alberdi, Historia de la guerra del Paraguay (Buenos Aires, 1962); Pelham Horton Box, Los orígenes de la Guerra de la Triple Alianza (Buenos AiresAsunción, 1958); Efraím Cardozo, El imperio del Brasil y el Rio de la Plata (Buenos Aires, 1961); Julio César Chaves, El presidente López (Buenos Aires, 1955); Carlos Pereyra, Francisco Solano López y la guerra del Paraguay (Buenos Aires, 1945); Juan F. Pérez Acosta, Carlos Antonio López, obrero máximo. Labor administrativa y constructiva (Asunción, 1948); José María Rosa, la guerra del Paraguay y las montoneras argentinas (Buenos Aires, 1965); Bartolomé Mitre y Juan Carlos Gómez, Cartas polémicas sobre la guerra del Paraguay, con prólogo de J. Natalicio González (Buenos Aires, 1940). Tambíén un trabajo inédito de Vivian Trías sobre el tema.) Hasta su destrucción, Paraguay se erguía como una excepción en América Latina: la única nación que el capital extranjero no había deformado. El largo gobierno de mano de hierro del dictador Gaspar Rodríguez de Francia (1814-1840) había incubado, en la matriz del aislamiento, un desarrollo económico autónomo y sostenido. El Estado, omnipotente, paternalista, ocupaba el lugar de una burguesía nacional que no existía, en la tarea de organizar la nación y orientar sus recursos y su destino. Francia se había apoyado en las masas campesinas para aplastar la oligarquía paraguaya y había, conquistado la paz interior tendiendo un estricto cordón sanitario frente a los restantes países del antiguo virreinato del río de la Plata. Las expropiaciones, los destierros, las prisiones, las persecuciones y las multas no habían servido de instrumentos para la consolidación del dominio interno de los terratenientes y los comerciantes sino que, por el contrario, habían sido utilizados para su destrucción. No existían, ni nacerían más tarde, las libertades políticas y el derecho de oposición, pero en aquella etapa histórica sólo los nostálgicos de los privilegios perdidos sufrían la falta de democracia. No había grandes fortunas privadas cuando Francia murió, y Paraguay era el único país de América Latina que no tenía mendigos, hambrientos ni ladrones (44 Francia integra, como uno de los ejemplares más horrorosos, el bestiario de la historia oficial. Las deformaciones ópticas impuestas por el liberalismo no son un privilegio de las clases dominantes en América Latina; muchos intelectuales de izquierda, que suelen asomarse con lentes ajenos a la historia de nuestros países, también comparten ciertos mitos de la derecha, sus canonizaciones y sus excomuniones. El Canto general, de Pablo Neruda (Buenos Aires, 1955), espléndido homenaje poético a los pueblos latinoamericanos, exhibe claramente esta desubicación. Neruda ignora a Artigas y a Carlos Antonio y Francisco Solano López; en cambio, se identifica con Sarmiento. A Francia lo califica de «rey leproso, rodeado/por la extensión de los yerbales», que «cerró el Paraguay como un nido/de su majestad» y «amarró/ tortura y barro a las fronteras». Con Rosas no es más amable: clama contra los «puñales, carcajadas de mazorca/sobre el martirio» de una «Argentina robada a culatazos/en el vapor del alba, castigada/hasta sangrar y enloquecer, vacía,/ cabalgada por agrios capataces»).; los viajeros de la época encontraban allí un oasis de tranquilidad en medio de las demás comarcas convulsionadas por las guerras continuas. El agente norteamericano Hopkins informaba en 1845 a su gobierno que en Paraguay «no hay niño que no sepa leer y escribir...» Era también el único país que no vivía con la mirada clavada al otro lado del mar. El comercio exterior no constituía el eje de la vida nacional; la doctrina liberal, expresión ideológica de la articulación mundial de los mercados, carecía de respuestas para los desafíos que Paraguay, obligado a crecer hacia dentro por su aislamiento mediterráneo, se estaba planteando desde principios de siglo. El exterminio de la oligarquía hizo posible la concentración de los resortes económicos fundamentales en manos del Estado, para llevar adelante esta política autárquica de desarrollo dentro de fronteras.
Los posteriores gobiernos de Carlos Antonio López y su hijo Francisco Solano continuaron y vitalizaron la tarea. La economía estaba en pleno crecimiento.
Cuando los invasores aparecieron en el horizonte, en 1865, Paraguay contaba con una línea de telégrafos, un ferrocarril y una buena cantidad de fábricas de materiales de construcción, tejidos, lienzos, ponchos, papel y tinta, loza y pólvora.
Doscientos técnicos extranjeros, muy bien pagados por el Estado, prestaban su colaboración decisiva. Desde 1850, la fundición de Ibycui fabricaba cañones, morteros y balas de todos los calibres; en el arsenal de Asunción se producían cañones de bronce, obuses y balas. La siderurgia nacional, como todas las demás actividades económicas esenciales, estaba en manos del Estado. El país contaba con una flota mercante nacional, y habían sido construidos en el astillero de Asunción varios de los buques que ostentaban el pabellón paraguayo a lo largo del Paraná o a través del Atlántico y el Mediterráneo. El Estado virtualmente monopolizaba el comercio exterior: la yerba y el tabaco abastecían el consumo del sur del continente; las maderas valiosas se exportaban a Europa. La balanza comercial arrojaba un fuerte superávit. Paraguay tenía una moneda fuerte y estable, y disponía de suficiente riqueza para realizar enormes inversiones públicas sin recurrir al capital extranjero. El país no debía ni un centavo al exterior, pese a lo cual estaba en condiciones de mantener el mejor ejército de América del Sur, contratar técnicos ingleses que se ponían al servicio del país en lugar de poner al país a su servicio, y enviar a Europa a unos cuantos jóvenes universitarios paraguayos para perfeccionar sus estudios. El excedente económico generado por la producción agrícola no se derrochaba en el lujo estéril de una oligarquía inexistente, ni iba a parar a los bolsillos de los intermediarios, ni a las manos brujas de los prestamistas, ni al rubro ganancias que el Imperio británico nutría con los servicios de fletes y seguros. La esponja imperialista no absorbía la riqueza que el país producía. El 98 por ciento del territorio paraguayo era de propiedad pública: el Estado cedía a los campesinos la explotación de las parcelas a cambio de la obligación de poblarlas y cultivarlas en forma permanente y sin el derecho de venderlas. Había, además, sesenta y cuatro estancias de la patria, haciendas que el Estado administraba directamente. Las obras de riego, represas y canales, y los nuevos puentes y caminos contribuían en grado importante a la elevación de la productividad agrícola. Se rescató la tradición indígena de las dos cosechas anuales, que había sido abandonada por los conquistadores. El aliento vivo de las tradiciones jesuitas facilitaba, sin duda, todo este proceso creador (45 Los fanáticos monjes de la Compañía de Jesús,