miércoles, 27 de mayo de 2009

Las Venas Abiertas de América Latina (III)

LOS EMPRÉSTITOS Y LOS FERROCARRILES EN LA DEFORMACIÓN ECONÓMICA DE AMÉRICA LATINA

El vizconde Chateaubriand, ministro de asuntos extranjeros de Francia bajo el reinado de Luis XVIII, escribía con despecho y, presumiblemente, con buena base de información: «En el momento de la emancipación, las colonias españolas se volvieron una especie de colonias inglesas»'(50 R. Scalabrini Ortiz, Política británica en el Río de la Plata, Buenos Aires, 1940.).

Citaba algunos números. Decía que entre 1822 y 1826 Inglaterra había proporcionado diez empréstitos a las colonias españolas liberadas, por un valor nominal de cerca de veintiún millones de libras esterlinas, pero que, una vez deducidos los intereses y las comisiones de los intermediarios, el desembolso real que había llegado a tierras de Américas penas alcanzaba los siete millones. Al mismo tiempo, se habían creado en Londres más de cuarenta sociedades anónimas para explotar los recursos naturales -minas, agricultura- de América Latina y para instalar empresas de servicios públicos. Los bancos brotaban como hongos en suelo británico: en un solo año, 1836, se fundaron cuarenta y ocho. Aparecieron los ferrocarriles ingleses en Panamá, hacia la mitad del siglo, y la primera línea de tranvías fue inaugurada en 1868 por una empresa británica en la ciudad brasileña de Recife, mientras la banca de Inglaterra financiaba directamente a las tesorerías de los gobiernos (51 J. Fred Rippy, British Investments in Latiu America (1822-1949), Minneapolis, 1959.). Los bonos públicos latinoamericanos circulaban activamente, con sus crisis y sus auges, en el mercado financiero inglés. Los servicios públicos estaban en manos británicas; los nuevos estados nacían desbordados por los gastos militares y debían hacer frente, además, al déficit de los pagos externos. El comercio libre implicaba un frenético aumento de las importaciones, sobre todo de las importaciones de lujo, y para que una minoría pudiera vivir a la moda los gobiernos contraían empréstitos que a su vez generaban la necesidad de nuevos empréstitos: los países hipotecaban de antemano su destino, enajenaban la libertad económica y la soberanía política. El mismo proceso se daba -y se sigue dando en nuestros días, aunque ahora los acreedores son otros y otros los mecanismos- en toda América Latina, con la excepción, aniquilada, de Paraguay. El financiamiento externo se hacía, como la morfina, imprescindible. Se abrían agujeros para tapar agujeros. El deterioro de los términos comerciales del intercambio no es tampoco un fenómeno exclusivo de nuestros días: según Celso Furtado '(52 Celso Furtado, op. cit.), los precios de las exportaciones brasileñas entre 1821 y 1830 y entre 1841 y 1850 bajaron casi a la mitad, mientras los precios de las importaciones extranjeras permanecían estables: las vulnerables economías latinoamericanas compensaban la caída con empréstitos.

«Las finanzas de estos jóvenes estados -escribe Schnerb- no están saneadas... Se hace preciso recurrir a la inflación, que produce la depreciación de la moneda, y a los empréstitos onerosos.

La historia de estas repúblicas es, en cierto modo, la de sus obligaciones económicas contraídas con el absorbente mundo de las finanzas europeas» (53 Robert Schnerb, Le XIX, siécle. L'apogée de 1'expansion européenne (1815-1914), tomo VI de la historia general de las civilizaciones dirigida por Maurice Crouzet, París, 1968.) .

Las bancarrotas, las suspensiones de pagos y las refinanciaciones desesperadas eran, en efecto, frecuentes. Las libras esterlinas se escurrían como el agua por entre los dedos de la mano. Del empréstito de un millón de libras concertado por el gobierno de Buenos Aires, en 1824, ante la casa Baring Brothers, la Argentina recibió nada más que 570 mil, pero no en oro, como rezaba el convenio, sino en papeles. El préstamo consistió en el envío de órdenes de pago para los comerciantes ingleses radicados en Buenos Aires, y ellos no disponían de oro para entregarlo al país porque su misión consistía, justamente, en enviar a Londres cuanto metal precioso les pasara cerca de los ojos. Se cobraron, pues, letras, pero hubo que pagar, eso sí, oro reluciente: casi a principios de nuestro siglo, Argentina canceló esta deuda, que se había hinchado, a lo largo de las sucesivas refinanciaciones, hasta los cuatro millones de libras (54 R. Scalabrini Ortiz, op. cit.). La provincia de Buenos Aires había quedado hipotecada en su totalidad -todas sus rentas, todas sus tierras públicas- en garantía del pago. Decía el ministro de Hacienda, en la época en que se contrató el empréstito: «No estamos en circunstancias de tomar medidas contra el comercio extranjero, particularmente inglés, porque hallándonos empeñados en grandes deudas con aquella nación, nos exponemos a un rompimiento que causaría grandes males... » La utilización de la deuda como un instrumento de chantaje no es, como se ve, una invención norteamericana reciente.

Las operaciones agiotistas encarcelaban a los países libres. A mediados del siglo XIX, el servicio de la deuda externa absorbía ya casi el cuarenta por ciento del presupuesto de Brasil, y el panorama resultaba semejante por todas partes. Los ferrocarriles también formaban parte decisiva de la jaula de hierro de la dependencia: extendieron la influencia imperialista, ya en plena época del capitalismo de los monopolios, hasta las retaguardias de las economías coloniales.

Muchos de los empréstitos se destinaban a financiar ferrocarriles para facilitar el embarque al exterior de los minerales y los alimentos. Las vías férreas no constituían una red destinada a unir a las diversas regiones interiores entre sí, sino que conectaban los centros de producción con los puertos. El diseño coincide todavía con los dedos de una mano abierta: de esta manera, los ferrocarriles, tantas veces saludados como adalides del progreso, impedían la formación y el desarrollo del mercado interno. También lo hacían de otras maneras, sobre todo por medio de una política de tarifas puesta al servicio de la hegemonía británica. Los fletes de los productos elaborados en el interior argentino resultaban, por ejemplo, mucho más caros que los fletes de los productos enviados en bruto. Las tarifas ferroviarias se descargaban como una maldición que hacía imposible fabricar cigarrillos en las comarcas del tabaco, hilar y tejer en los centros laneros, o elaborar las maderas en las zonas boscosas (55 lbid.). El ferrocarril argentino desarrolló, es cierto, la industria forestal en Santiago del Estero, pero con tales consecuencias que un autor santiagueño llega a decir: «Ojalá Santiago no hubiera tenido nunca un árbol» (56 J. Eduardo Retondo, El bosque y la industria forestal en Santiago del Estero, Santiago del Estero, 1962.). Los durmientes de las vías se hacían de madera y el carbón vegetal servía de combustible; el obraje maderero, creado por el ferrocarril, desintegró los núcleos rurales de población, destruyó la agricultura y la ganadería al arrasar las pasturas y los bosques de abrigo, esclavizó en la selva a varias generaciones de santiagueños y provocó la despoblación. El éxodo en masa no ha cesado, y hoy Santiago del Estero es una de las provincias más pobres de Argentina. La utilización del petróleo como combustible ferroviario sumergió a la región en una honda crisis.

No fueron capitales ingleses los que tendieron las primeras vias en Argentina, Brasil, Chile, Guatemala, México y Uruguay. Tampoco en Paraguay, como hemos visto, pero los ferrocarriles construidos por el Estado paraguayo con el aporte de técnicos europeos por él contratados pasaron a manos inglesas después de la derrota. Idéntico destino tuvieron las vías férreas y los trenes de los demás países, sin que se produjera el desembolso de un solo centavo de inversión nueva; por añadidura, el Estado se preocupó de asegurar a las empresas, por contrato, un nivel mínimo de ganancias, para evitarles posibles sorpresas desagradables.

Muchas décadas después, al término de la segunda guerra mundial, cuando ya los ferrocarriles no rendían dividendos y habían caído en relativo desuso, la administración pública los recuperó. Casi todos los estados compraron a los ingleses los fierros viejos y nacionalizaron, así, las pérdidas de las empresas.

En la época del auge ferroviario, las empresas británicas habían obtenido, a menudo, considerables concesiones de tierras a cada lado de las vías, además de las propias líneas férreas y el derecho de construir nuevos ramales. Las tierras constituían un estupendo negocio adicional: el fabuloso regalo otorgado en 1911 a la Brazil Railway determinó el incendio de innumerables cabañas y la expulsión o la muerte de las familias campesinas asentadas en el área de la concesión. Este fue el gatillo que disparó la rebelión del Contestado, una de las más intensas páginas de furia popular de toda la historia de Brasil.

 

PROTECCIONISMO Y LIBRECAMBIO EN ESTADOS UNIDOS:

EL ÉXITO NO FUE LA OBRA DE UNA MANO INVISIBLE

 

En 1865, mientras la Triple Alianza anunciaba la próxima destrucción de Paraguay, el general Ulysses Grant celebraba, en Appomatox, la rendición del general Robert Lee. La Guerra de Secesión concluía con la victoria de los centros industriales del norte, proteccionistas a carta cabal, sobre los plantadores librecambistas de algodón y tabaco en el sur. La guerra que sellaría el destino colonial de América Latina nacía al mismo tiempo que concluía la guerra que hizo posible la consolidación de los Estados Unidos como potencial mundial. Convertido poco después en presidente de los Estados Unidos; Grant afirmó: «Durante siglos Inglaterra ha confiado en la protección, la ha llevado hasta sus extremos y ha obtenido de ello resultados satisfactorios. No cabe duda que debe su fuerza presente a este sistema. Después de dos siglos, Inglaterra ha encontrado conveniente adoptar el comercio libre porque piensa que ya la protección no puede ofrecerle nada. Muy bien, entonces, caballeros, mi conocimiento de mi país me conduce a creer que dentro de doscientos años, cuando América haya obtenido de la protección todo lo que la protección puede ofrecer, adoptará también el libre comercio» (57 Citado por André Gunder Frank, Capitalism and Lrnderdevelopment in Latin America, Nueva York, 1967.).

Dos siglos y medio antes, el adolescente capitalismo inglés había trasladado, a las colonias del norte de América, sus hombres, sus capitales, sus formas de vida y sus impulsos y proyectos. Las trece colonias, válvulas de salida para la población europea excedente, aprovecharon rápidamente el handicap que les daba la pobreza de su suelo y su subsuelo, y generaron, desde temprano, una conciencia industrializadora que la metrópoli dejó crecer sin mayores problemas. En 1631, los recién llegados colonos de Boston echaron al mar una balandra de treinta toneladas, Blessing of the Bay, construida por ellos, y desde entonces la industria naviera cobró un asombroso impulso. El roble blanco, abundante en los bosques, daba buena madera para las planchas profundas y las armazones interiores de los barcos; de pino se hacían la cubierta, los baupreses y los mástiles. Massachusetts otorgaba subvenciones a la producción del cáñamo para los cordeles y las sogas y también estimulaba la fabricación local de las lonas y los velámenes. Al norte y al sur de Boston, los prósperos astilleros cubrieron las costas. Los gobiernos de las colonias otorgaban subvenciones y premios a las manufacturas de todo tipo. Se promovía, con incentivos, el cultivo del lino y la producción de lana, materias primas para los tejidos de hilo crudo que, si bien no resultaban demasiado elegantes, eran resistentes y eran nacionales. Para explotar los yacimientos de hierro de Lyn, surgió el primer horno de fundición en 1643; al poco tiempo, ya Massachusetts abastecía de hierro a toda la región. Como los estímulos a la producción textil no parecían suficientes, esta colonia optó por la coacción: en 1655, dictó una ley que ordenaba que cada familia tuviese, bajo la amenaza de penas graves, por lo menos un hilandero en continua e intensa actividad. Cada condado de Vírginia estaba obligado, en esa misma época, a seleccionar niños para instruirlos en la manufactura textil. Al mismo tiempo, se prohibía la exportación de los cueros, para que se convirtieran, fronteras adentro, en botas, correas y monturas.

«Las desventajas con que tiene que luchar la industria colonial proceden de cualquier parte menos de la política colonial inglesa», dice Kirkland (58 Edward C. Kirkland, Historia económica de Estados Unidos. Méxíco, 1441.). Por el contrario, las dificultades de comunicación hacían que la legislación prohibitiva perdiera casi toda su fuerza a tres mil millas de distancia, y favorecían la tendencia al autoabastecimiento. Las colonias del norte no enviaban a Inglaterra plata ni oro ni azúcar, y en cambio sus necesidades de consumo provocaban un exceso de importaciones que era preciso contrarrestar de alguna manera. No eran intensas las relaciones comerciales a través del mar; resultaba imprescindible desarrollar las manufacturas locales para sobrevivir. En el siglo XVIII, Inglaterra prestaba todavía tan escasa atención a sus colonias del norte, que no impedía que se transfirieran a sus talleres las técnicas metropolitanas más avanzadas, en un proceso real que desmentía las prohibiciones de papel del pacto colonial. Este no era el caso, por cierto, de las colonias latinoamericanas, que proporcionaban el aire, el agua y la sal al capitalismo ascendente en Europa, y podían nutrir con largueza el consumo lujoso de sus clases dominantes importando desde ultramar las manufacturas más finas y más caras. Las únicas actividades expansivas eran, en América Latina, las que se orientaban a la exportación; y así fue también en los siglos siguientes: los intereses económicas y políticos de la burguesía minera o terrateniente no coincidían nunca con la necesidad de un desarrollo económico hacia dentro, y los comerciantes no estaban ligados al Nuevo Mundo en mayor medida que a los mercados extranjeros de los metales y alimentos que vendían y a las fuentes extranjeras de los artículos manufacturados que compraban..

Cuando declaró su independencia, la población norteamericana equivalía, en cantidad, a la de Brasil. La metrópoli portuguesa, tan subdesarrollada como la española, exportaba su subdesarrollo a la colonia. La economía brasileña había sido instrumentalizada en provecho de Inglaterra, para abastecer sus necesidades de oro Celso Furtado, op. cit.). Ambos habían sido discípulos, en Inglaterra, de Adam Smith. Sin embargo, mientras Hamilton se había transformado en un paladín de la industrialización y promovía el estímulo y la protección del Estado a la manufactura nacional, Cairú creía en la mano invisible que opera en la magia del liberalismo: dejad hacer, dejad pasar, dejad vender.todo a lo largo del siglo XVIII. La estructura de clases de la colonia reflejaba esta función proveedora. La clase dominante de Brasil no estaba formada, a diferencia de la de los Estados Unidos, por los granjeros, los fabricantes emprendedores y los comerciantes internos. Los principales intérpretes de los ideales de las clases dominantes en ambos países, Alexander Hamilton y el Vizconde de Cairú, expresan claramente la diferencia entre una y otra `(59 Mientras moría el siglo xviii los Estados Unidos contaban ya con la segunda flota mercante del mundo, íntegramente formada con barcos construidos en los astilleros nacionales, y las fábricas textiles y siderúrgicas estaban en pleno y pujante crecimiento. Poco tiempo después nació la industria de maquinarias: las fábricas no necesitaban comprar en el extranjero sus bienes de capital. Los fervorosos puritanos del Mayflower habían echado, en las campiñas de Nueva Inglaterra, las bases de una nación; sobre el litoral de bahías profundas, a lo largo de los grandes estuarios, una burguesía industrial había prosperado sin detenerse. El tráfico comercial con las Antillas, que incluía la venta de esclavos africanos, desempeñó, como hemos visto en otro capítulo, una función capital en este sentido, pero la hazaña norteamericana no tendría explicación si no hubiera sido animada, desde el principio, por el más ardiente de los nacionalismos. George Washington lo había aconsejado en su mensaje de adiós: los Estados Unidos debían seguir una ruta solitaria (60 Claude Folilen, L'Amérique anglo-saxonne de 1815 à nos jours, París, 1965.) Emerson proclamaba en 1837: «Hemos escuchado durante demasiado tiempo a las musas refinadas de Europa. Nosotros marcharemos sobre nuestros propios pies, trabajaremos con nuestras propias manos, hablaremos según nuestras propias convicciones» (61 Robert Schnerb, op. cit.)..

Los fondos públicos ampliaban las dimensiones del mercado interno. El Estado tendía caminos y vías férreas, construía puentes y canales '62 «El capital del Estado asume el riesgo inicial... La ayuda oficial a los ferrocarriles no solamente facilita la reunión de capitales, sino que además reduce los costos de construcción. En algunos casos, entre otros para las líneas marginales, los fondos públicos hicíeron posible la construcción de ferrocarriles que no hubieran podido nacer de otra manera. En otro número de casos aún más importante, aceleraron la realización de proyectos que la utilización de capitales privados hubiera ciertamente demorado.» (Harry H. Pierce, Radroads of New York, A Study of Government Aid, 1826-1875, Cambridge, Massachusetts, 1953.). A mediados de siglo, el estado de Pennsylvania participaba en la gestión de más de ciento cincuenta empresas de economía mixta, además de administrar los cien millones de dólares invertidos en las empresas públicas. Las operaciones militares de conquista, que arrebataron a México más de la mitad de su superficíe, también contribuyeron en gran medida al progreso del país. El Estado no participaba del desarrollo solamente a través de las inversiones de capital y los gastos militares orientados a la expansión; en el norte, había empezado a aplicar, además, un celoso proteccionismo aduanero. Los terratenientes del sur eran, al contrario, librecambistas. La producción de algodón se duplicaba cada diez años, y si bien proporcionaba grandes ingresos comerciales a la nación entera y alimentaba los telares modernos de Massachusetts, dependía sobre todo de los mercados europeos. La aristocracia sureña estaba vinculada en primer término al mercado mundial, al estilo latinoamericano; del trabajo de sus esclavos provenía el ochenta por ciento del algodón que usaban las hilanderías europeas. Cuando el norte sumó la abolición de la esclavitud al proteccionismo industrial, la contradicción hizo eclosión en la guerra. El norte y el sur enfrentaban dos mundos en verdad opuestos, dos tiempos históricos diferentes, dos antagónicas concepciones del destino nacional. El siglo XX ganó esta guerra al siglo XIX: Que todo hombre libre cante...

El viejo Rey Algodón está muerto y enterrado, clamaba un poeta del ejército victorioso'(63 Claude Fohlen, pp. cit.) . A partir de la derrota del general Lee, adquirieron un valor sagrado los aranceles aduaneros, que se habían elevado durante el conflicto como un medio para conseguir recursos y quedaron en pie para proteger a la industria vencedora. En 1890, el Congreso votó la llamada tarifa McKinley, ultraproteccionista, y la ley Dingley elevó nuevamente los derechos de aduana en 1897. Poco después, los países desarrollados de Europa se vieron a su vez obligados a tender barreras aduaneras ante la irrupción de las manufacturas norteamericanas peligrosamente competitivas. La palabra trust había sido pronunciada por primera vez en 1882; el petróleo, el acero, los alimentos, los ferrocarriles y el tabaco estaban en manos de los monopolios, que avanzaban con botas de siete leguas (64 El sur se convirtió en una colonia interna de los capitalistas del norte. Después de la guerra, la propaganda por la construcción de hilanderías en las dos Carolinas, Georgia y Alabama, cobró el carácter de una cruzada.

Pero éste no era el triunfo de una causa moral, las nuevas industrias no nacían por puro humanitarismo: el sur ofrecía mano de obra menos cara, energía más barata y benefícios altísimos, que a veces llegaban al 75 por 100. l:os capitales venían del norte para atar al sur al centro de gravedad del sistema. La industria del tabaco, concentrada en Carolina del Norte, estaba bajo la dependencia directa del trust Duke, mudado a Nueva jersey para aprovechar una legislación más favorable; la Tennessee Coal and Iron Co., que explotaba el hierro y el carbón de Alabama, pasó en 1907 al control de la U. S. Steel, que desde entonces dispuso de los precios y eliminó así la competencia molesta. A principios de siglo, el íngreso per capita del sur se había reducido a la mitad en relación con el nivel anterior a la guerra. (C. Vann Woodward, Origins of the New South, 1879-1913, en A History of the South, varios autores, Baton Rouge, 1948.).

Antes de la Guerra de Secesión, el general Grant había participado en el despojo de México. Después de la Guerra de Secesión, el general Grant fue un presidente con ideas proteccionistas. Todo formaba parte del mismo proceso de afirmación nacional. La industria del norte conducía la historia y, ya dueña del poder político, cuidaba desde el Estado la buena salud de sus intereses dominantes. La frontera agrícola volaba hacia el oeste y hacia el sur, a costa de los indios y los mexicanos, pero a su paso no iba extendiendo latifundios, sino que sembraba de pequeños propietarios los nuevos espacios abiertos. La tierra de promisión no sólo atraía a los campesinos europeos; los maestros artesanos de los oficios más diversos y los obreros especializados en mecánica, metalurgia y siderurgia, también llegaron desde Europa para fecundar la intensa industrialización norteamericana. A fines del siglo pasado, los Estados Unidos eran ya la primera potencia industrial del planeta; en treinta años, desde la guerra civil, las fábricas habían multiplicado por siete su capacidad de producción. El volumen norteamericano de carbón equivalía ya al de Inglaterra, y el de acero lo duplicaba; las vías férreas eran nueve veces más extensas.

El centro del universo capitalista empezaba a cambiar de sitio.

Como Inglaterra, Estados Unidos también exportará, a partir de la segunda guerra mundial, la doctrina del libre cambio, el comercio libre y la libre competencia, pero para el consumo ajeno. El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial nacerán juntos para negar, a los países subdesarrollados, el derecho de proteger sus industrias nacionales, y para desalentar en ellos la acción del Estado. Se atribuirán propiedades curativas infalibles a la iniciativa privada. Sin embargo, los Estados Unidos no abandonarán una política económica que continúa siendo, en la actualidad, rigurosamente proteccionista, y que por cierto presta buen oído a las voces de la propia historia: en el norte, nunca confundieron la enfermedad con el remedio.

 

LA ESTRUCTURA CONTEMPORANEA DEL DESPOJO UN TALISMÁN VACÍO DE PODERES

Cuando Lenin escribió, en la primavera de 1916, su libro sobre el imperialismo, el capital norteamericano abarcaba menos de la quinta parte del total de las inversiones privadas directas, de origen extranjero, en América Latina. En 1970, abarca cerca de las tres cuartas partes. El imperialismo que Lenin conoció -la rapacidad de los centros industriales a la búsqueda de mercados mundiales para la exportación de sus mercancías; la fiebre por la captura de todas las fuentes posibles de materias primas; el saqueo del hierro, el carbón, el petróleo; los ferrocarriles artículando el dominio de las áreas sometidas; los empréstitos voraces de los monopolios financieros; las expediciones militares y las guerras de conquista -era un imperialismo que regaba con sal los lugares donde una colonia o semicolonia hubiera osado levantar una fábrica propia. La industrialízacion, privilegio de las metrópolis, resultaba, para los países pobres, incompatible con el sistema de dominio impuesto por los países ricos. A partir de la segunda guerra mundial se consolida en América Latina el repliegue de los intereses europeos, en beneficio del arrollador avance de las inversiones norteamericanas. Y se asiste, desde entonces, a un cambio importante en el destino de las inversiones. Paso a paso, año tras año, van perdiendo importancia relativa los capitales aplicados a los servicios públicos y a la minería, en tanto aumenta la proporción de las inversiones en petróleo y, sobre todo, en la industria manufacturera. Actualmente, de cada tres dólares invertidos en América Latina, uno cotresponde a la industria ' (1 Hace cuarenta años, la inversión norteamericana en industrias de transformación sólo representaba el 6 por 100 del valor total de los capitales de Estados Unidos en América Latina. En 1960, la proporción rozaba ya el 20 por 100, y luego continuó ascendiendo hasta cerca de la tercera parte del total. Naciones Unidas, CEPAL, E: financiamiento externo de América Latina, Nueva York-Santiago de Chile, 1964, y Estudio económico de América Latina de 1967, 1968 y 1969) A cambio de inversiones insignificantes, las filiales de las grandes corporaciones saltan de un solo brinco las barreras aduaneras latinoamericanas, paradójicamente alzadas contra la competencia extranjera, y se apoderan de los procesos internos de industrialización. Exportan fábricas o, frecuentemente, acorralan y devoran a las fábricas nacionales ya existentes. Cuentan, para ello, con la ayuda entusiasta de la mayoría de los gobiernos locales y con la capacidad de extorsión que ponen a su servicio los organismos internacionales de crédito. El capital imperialista captura los mercados por dentro, haciendo suyos los sectores claves de la industria local: conquista o construye las fortalezas decisivas, desde las cuales domina al resto. La OEA describe así el proceso: «Las empresas latinoamericanas van teniendo un predominio sobre las industrias y tecnologías ya establecidas y de menor sofisticación, mientras la inversión privada norteamericana, y probablemente también la proveniente de otros países industrializados, va aumentando rápidamente su participación en ciertas industrias dinámicas que requieren un grado de avance tecnológico relativamente alto y que son más importantes en la determinación del curso del desarrollo económico» (2 Secretaría General de la Organización de Estados Americanos, El financiamiento externo para el desarrollo de la América Latina, Washington, 1969. Documento de distribución limitada; sextas reuniones anuales del CIES.). Así, el dinamismo de las fábricas norteamericanas al sur del río Bravo resulta mucho más intenso que el de la industria latinoamericana en general. Son elocuentes los ritmos de los tres países mayores: para un índice 100 en 1961, el producto industrial en Argentina pasó a ser de 112,5 en 1965, y en el mismo período las ventas de las empresas filiales de los Estados Unidos subieron a 166,3.

Para Brasil, las cifras respectivas son de 109,2 y 120; para México, de 142,2 y 186,8 (3 Datos del Departamento de Comercio de los Estados Unidos y del Comité Interamericano de la Alianza para el Progreso. Secretaría General de la OEA, op. Cit)..

El interés de las corporaciones imperialistas por apropiarse del crecimiento industrial latinoamericano y capitalizarlo en su beneficio no implica, desde luego, un desinterés por todas las otras formas tradicionales de explotación. Es verdad que el ferrocarril de la United Fruit Co., en Guatemala, ya no era rentable, y que la Electric Bond and Share y la International Telephone and Telegraph Corporation realizaron espléndidos negocios cuando fueron nacionalizadas en Brasil, con indemnizaciones de oro puro a cambio de sus instalaciones oxidadas y sus maquinarías de museo.

Pero el abandono de los servicios públicos a cambio de actividades más lucrativas nada tiene que ver con el abandono de las materias primas. ¿Qué suerte correría el Imperio sin el petróleo y los minerales de América Latina? Pese al descenso relativo de las inversiones en minas, la economía norteamericana no puede prescindir, como hemos visto en otro capítulo, de los abastecimientos vitales y las jugosas ganancias.

que le llegan desde el sur. Por lo demás, las inversiones que convierten a las fábricas latinoamericanas en meras piezas del engranaje mundial de las corporaciones gigantes no alteran en absoluto la división internacional del trabajo. No sufre la menor modificación el sistema de vasos comunicantes por donde circulan los capitales y las mercancías entre los países pobres y los países ricos. América Latina continúa exportando su desocupación y su miseria: las materias primas que el mercado mundial necesita y de cuya venta depende la economía de la región y ciertos productos industriales elaborados, con mano de obra barata, por filiales de las corporaciones multinacionales. El intercambio desigual funciona como siempre: los salarios de hambre de América Latina contribuyen a financiar los altos salarios de Estados Unidos y de Europa.

No faltan políticos y tecnócratas dispuestos a demostrar que la invasión del capital extranjero “industrializador” beneficia las áreas donde irrumpe. A diferencia del antiguo, este imperialismo de nuevo signo implicaría una acción en verdad civilizadora, una bendición para los paises dominados, de modo que por primera vez la letra de las declaraciones de amor de la potencia dominante de turno coincidiría con sus intenciones reales. Ya las conciencias culpables no necesitarían coartadas, puesto que no serían culpables: el imperialismo actual irradiaría tecnología y progreso, y hasta resultaría de mal gusto utilízar esta vieja y odiosa palabra para definirlo. Cada vez que el imperialismo se pone a exaltar sus propias virtudes, conviene, sin embargo revisarse los bolsillos. Y comprobar que este nuevo modelo de imperialismo no hace más prósperas a sus colonias aunque enriquezca a sus polos de desarrollo; no alivia las tensiones sociales regionales, sino que las agudiza; extiende aún más la pobreza y concentra aún más la riqueza: paga salarios veinte veces menores que en Detroit y cobra precios tres veces mayores que en Nueva York; se hace dueño del mercado interno y de los resortes claves del aparato productivo; se apropia del progreso, decide su rumbo y le fija fronteras; dispone del crédito nacional y orienta a su antojo el comercio exterior; no sólo desnacionaliza la industria, sino también las ganancias que la industria produce; impulsa el desperdicio de recursos al desviar la parte sustancial del excedente económico hacia afuera; no aporta capitales al desarrollo sino que los sustrae. La CEPAL ha indicado que la hemorragia (el desborde. N del recopilador) de los beneficios de las inversiones directas de los Estados Unidos en América Latina ha sido cinco veces mayor, en estos últimos años, que la transfusión de inversiones nuevas. Para que las empresas puedan llevarse sus ganancias, los países se hipotecan endeudándose con la banca extranjera y con los organismos internacionales de crédito, con lo que multiplican el caudal de las próximas sangrías. La inversión industrial opera, en este sentido, con las mismas consecuencias que la inversión «tradicional».

En el marco de acero de un capitalismo mundial integrado en torno a las grandes corporaciones norteamericanas, la industrialización de América Latina se identifica cada vez menos con el progreso y con la liberación nacional. El talismán fue despojado de poderes en las decisivas derrotas del siglo pasado, cuando los puertos triunfaron sobre los países y la libertad de comercio arrasó a la industria nacional recién nacida. El siglo XX no engendró una burguesía industrial fuerte y creadora que fuera capaz de reemprender la tarea y llevarla hasta sus últimas consecuencias. Todas las tentativas se quedaron a mitad del camino. A la burguesía industrial de América Latina le ocurrió lo mismo que a los enanos: llegó a la decrepitud sin haber crecido. Nuestros burgueses son, hoy día, comisionistas o funcionarios de las corporaciones extranjeras todopoderosas. En honor a la verdad, nunca habían hecho méritos para merecer otro destino.

 

SON LOS CENTINELAS QUIENES ABREN LAS PUERTAS: LA ESTERILIDAD CULPABLE DE LA BURGUESÍA NACIONAL

 

La actual estructura de la industria en Argentina, Brasil y México -los tres grandes polos de desarrollo en América Latina- exhibe ya las deformaciones características de un desarrollo reflejo. En los demás paises, más débiles, la satelización de la industria se ha operado, salvo alguna excepción, sin mayores dificultades. No es, por cierto, un capitalismo competitivo el que hoy exporta fábricas además de mercancías y capitales, penetra y lo acapara todo: ésta es la integración industrial consolidada, en escala internacional, por el capitalismo en la edad de las grandes corporaciones multinacionales, monopolios de dimensiones infinitas que abarcan las actividades más diversas en los más diversos rincones del globo terráqueo'(4 Paul A. Baran y Paul M. 5weezy, El capital monopolfs ta, México, 1971). Los capitales norteamericanos se concentran, en América Latina, más agudamente que en los propios Estados Unidos; un puñado de empresas controla la inmensa mayoría de las inversiones. Para ellas, la nación no es una tarea a emprender, ni una bandera a defender, ni un destino a conquistar: la nación es nada más que un obstáculo a saltar, porque a veces la soberanía incomoda, y una jugosa fruta a devorar. Para las clases dominantes dentro de cada país, ¿constituye la nación, por el contrario, una misión a cumplir? El gran galope del capital imperialista ha encontrado a la industria local sin defensas y sin conciencia de su papel histórico. La burguesía se ha asociado a la invasión extranjera sin derramar lágrimas ni sangre, en cuanto al Estado, su influencia sobre la economía latinoamericana, que viene debilitándose desde hace un par de décadas, se ha reducido al mínimo gracias a los buenos oficios del Fondo Monetario Internacional. Las corporaciones norteamericanas entraron en Europa a paso de conquistadores y se apoderaron del desarrollo del viejo continente a tal punto que pronto, se anuncia, la industria norteamericana allí instalada será la tercera potencia industrial del planeta, después de Estados Unidos y de la Unión Soviética (5 J. J. Servan-Schreiber, El desafío americano, Santiago de Chile, 1968.). Si la burguesía europea, con toda su tradición y su pujanza, no ha podido oponer diques a la marea, ¿cabía esperar que la burguesía latinoamericana encabezara, a esta altura de la historia, la imposible aventura de un desarrollo capitalista independiente? Por el contrario, en América Latina el proceso de desnacionalizacíón ha resultado mucho más fulminante y barato y ha tenido consecuencias incomparablemente peores.

El crecimiento fabril de América Latina había sido alumbrado, en nuestro siglo, desde fuera. No fue generado por una política planificada hacia el desarrollo nacional, ni coronó la maduración de las fuerzas productivas, ni resultó del estallido de los conflictos internos, ya «superados», entre los terratenientes y un artesanato nacional que había muerto a poco de nacer. La industria latinoamericana nació del vientre mismo del sistema agroexportador, para dar respuesta al agudo desequilibrio provocado por la caída del comercio exterior. En efecto, las dos guerras mundiales y, sobre todo, la honda depresíón que el capitalismo sufrió a partir de la explosión del viernes negro de octubre de 1929, provocaron una violenta reducción de las exportaciones de la región y, en consecuencia, hicieron caer, también de golpe, la capacidad de importar. Los precios internos de los artículos industriales extranjeros, súbitamente escasos, subieron verticalmente. No surgió, entonces, una clase industrial libre de la dependencia tradicional: el gran impulso manufacturero provino del capital acumulado en manos de los terratenientes y los importadores.

Fueron los grandes ganaderos quienes impusieron el control de cambios en la Argentina; el presidente de la Sociedad Rural, convertido en ministro de Agricultura, declaraba en 1933: «El aislamiento en que nos ha colocado un mundo dislocado nos obliga a fabricar en el país lo que ya no podemos adquirir en los países que no nos compran»'(6 Citado por Alfredo Parera Dtnnis, Naturaleza de las relaciones entre las clases dominantes argentinas y las metrópolis, en Fichas de investigación económica y social, Buenos Aires, diciembre de 1964.). Los fazendeiros del café volcaron a la industrialización de São Paulo buena parte de sus capitales acumulados en el comercio exterior: «A diferencia de la industrialización en los países hoy desarrollados -diagnostica un documento de gobierno--'(7 Ministério do Planejamento e Coordenarão Geral, A. industrialização brasileira: diagnóstico e perspectivas, Río de laneiro, 1959.), el proceso de la industrialización brasileña no se dio paulatinamente, inserto dentro de un proceso de transformación económica general. Antes bien, fue un Fenómeno rápido e intenso, que se superpuso a la estructura económico-social preexistente, sin modificarla por entero, dando origen a profundas diferencias sectoriales y regionales que caracterizan a la sociedad brasileña.» La nueva industria se atrincheró de entrada tras las barreras aduaneras que los gobiernos levantaron para protegerla, y creció gracias a las medidas que el Estado adoptó para restringir y controlar las importaciones, fijar tasas especiales de cambio, evitar impuestos, comprar o financiar los excedentes de producción, tender caminos para hacer posible el transporte de las materias primas y las mercancías y crear o ampliar las fuentes de energía. Los gobiernos de Getulio Vargas (1930-45 y 1951-54), Lázaro Cárdenas (1934-40) y Juan Domingo Perón (1946-55), de signo nacionalista y amplia proyección popular, expresaron en Brasil, México y Argentina la necesidad de despegue, desarrollo o consolidación, según cada caso y cada período, de la industria nacional. En realidad, el «espíritu de empresa», que define una serie de rasgos característicos de la burguesía industrial en los países capitalistas desarrollados, fue; en América Latina, una característica del Estado, sobre todo en estos periodos de impulso decisivo. El Estado ocupó el lugar de una clase social cuya aparición la historia reclamaba sin mucho éxito: encarnó a la nación e impuso el acceso político y económico de las masas populares a los beneficios de la industrialización. En esta matriz, obra de los caudillos populistas, no se incubó una burguesía industrial esencialmente diferenciada del conjunto de las clases hasta entonces dominantes. Perón desató, por ejemplo, el pánico de la Unión Industrial, cuyos dirigentes veían, no sin razón, que el fantasma de las montoneras provincianas reaparecía en la rebelión del proletariado de los suburbios de Buenos Aires. Las fuerzas de la coalición conservadora recibieron, antes de que Perón las derrotara en las elecciones de febrero del 46, un famoso cheque del líder de los industriales; a la hora de la caída del régimen, diez años después, los dueños de las fábricas más importantes volvieron a confirmar que no eran fundamentales sus contradicciones con la oligarquía de la que, mal que bien, formaban parte. En 1956, 

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